CAPÍTULO XXXII DONDE EL SEÑOR DE MOREL CUMPLE SU VOTO

CAPÍTULO XXXIII

"LA ROCA DE LOS INGLESES"

COMO si el enemigo hubiera oído ó adivinado las palabras del intrépido jefe, alzóse entonces en todo el valle y en las cumbres vecinas el grito de venganza y exterminio de aquella raza aguerrida, que llevaba siglos enteros de lucha con los árabes y que preparaba el anonadamiento de otro puñado de invasores, no menos odiados que los sectarios de Mahoma. Cruenta y terrible fué la lucha, tan larga, tan encarnizada que aun hoy día conserva memoria de ella la tradición y entre los montañeses de la comarca se conoce el teatro de la hecatombe con el nombre de la "Roca de los Ingleses."

Mas no cedieron éstos al segundo asalto. Agotadas muy pronto las flechas de los arqueros, lucharon desesperadamente con espadas, picas, hachas y mazas, aprovechando todas las ventajas de su posición. Por fortuna, el combate cuerpo á cuerpo impidió á los honderos castellanos continuar su obra de destrucción. Sitiadores y sitiados luchaban confundidos en el único punto del camino por donde podía escalarse la altura y allí acudieron, dando el ejemplo á sus soldados, los pocos nobles ingleses que rodeaban al barón. Momentos hubo en que éste, Roger y Butrón hubieran perecido sin el oportuno refuerzo del escocés Burley al frente de los veteranos de Gales, que cayeron sobre el enemigo con furia sin igual, obligándole á retroceder buen trecho. Pero las pérdidas de los sitiados eran irreparables, al paso que los castellanos tenían escuadrones y compañías enteras de reserva en el valle, imposibilitados unos y otras de tomar parte en la lucha hasta entonces por las condiciones del terreno.

Un gigantesco caballero de Santiago llegó á escalar los últimos peñascos, y derribando á tres arqueros de otros tantos golpes blandía de nuevo la tajante espada, cuando le asió entre sus nervudos brazos el animoso Sir Oliver. Forcejeando furiosamente ambos enemigos, y rodando por el suelo en mortal abrazo, llegaron al borde de la elevada planicie y cayeron despeñados en el horrendo precipicio. La espada de Simón y la enorme hacha de Tristán brillaban al sol y golpeaban incesantemente sobre las cabezas enemigas, en primera línea. Reno cayó á su lado, malherido, y también pereció allí Sir Ricardo Causton. El señor de Morel, cubierto de sangre, hacía prodigios de valor, acudiendo á todas partes, animando y dirigiendo á sus soldados, seguido de cerca por Roger, que devolvía golpe por golpe, más ganoso de proteger á su señor que á sí mismo. Por último, los arqueros y hombres de armas que formaban á derecha é izquierda del lugar donde era más encarnizada la lucha, hicieron un esfuerzo supremo y precipitándose sobre los sitiadores, persiguiéndolos y atacándolos con desesperación, hicieron retroceder un tanto aquella incesante columna enemiga, en la que parecían no hacer mella las incesantes bajas.

Mientras se rehacían las fuerzas castellanas y consultaban sus jefes, aquella retirada parcial proporcionó á los ingleses que aun quedaban con vida el descanso que tanto necesitaban. Grandes habían sido sus pérdidas. De los trescientos setenta hombres que contaban al emprender la defensa de aquella altura, no quedaban en pie más de ciento cincuenta, heridos muchos de ellos. Entre los muertos se contaban ya los valientes nobles Burley, Butrón y Causton y los veteranos Yonson y Reno. Ni fué completo el respiro de los sobrevivientes, porque apenas deslindados los campos reanudaron el ataque los honderos posesionados de las cumbres inmediatas.

—Ahora más que nunca me enorgullezco de mandaros, dijo el barón contemplando con amor al puñado de héroes que le rodeaba. ¿Qué es eso, Roger? ¿Estás herido?

—Un rasguño, señor barón, contestó el escudero restañando la sangre de un tajo que le cruzaba la frente.

—Deseo hablarte, Roger, y también á vos, Norbury, dijo el barón dirigiéndose al escudero de Sir Oliver.

Los tres se encaminaron al extremo opuesto de la elevada planicie, bajo la cual se veía la roca cortada casi á pico, con algunos peñascos salientes de trecho en trecho.

—Es indispensable, continuó el señor de Morel, que el príncipe tenga noticia exacta de lo ocurrido. Podremos quizás resistir otra acometida porque no pueden atacarnos todos á la vez, pero el fin no está lejano. En cambio, la llegada de auxilios oportunos permitiría prolongar la defensa de esta posición y salvar la vida de los que aún quedasen defendiéndola. ¿Véis aquellos caballos que pastan allá bajo, entre las rocas?

—Sí, señor barón, contestaron los escuderos.

—¿Y aquel sendero que se pierde más lejos entre los árboles y parece conducir al otro extremo del valle? Un jinete resuelto podría quizás llegar hasta el campo del príncipe, ó cruzarse en el camino con las fuerzas de Sir Hugo Calverley, que no deben de estar muy lejos, y procurarnos el ansiado socorro. Hé aquí una cuerda suficientemente larga y fuerte para que uno de vosotros pueda bajar hasta los primeros peñascos de la hondonada. ¿Qué decís?

—Digo, señor, replicó Roger, que estoy pronto á obedeceros ahora mismo. Pero ¿cómo apartarme de vos en estas circunstancias?

—Para servirme mejor y quizás para salvarme, Roger. ¿Y vos, Norbury?

Por toda respuesta el escudero, no menos animoso que Roger, asió la cuerda y empezó á asegurarla firmemente en torno de una saliente roca. Después se quitó algunas piezas de la armadura, ayudado por Roger, que hizo lo propio con la suya, mientras el barón continuaba, dirigiéndose á Norbury:

—Si el príncipe ha pasado ya con el grueso del ejército, indagad como podáis el paradero de Chandos, Calverley ó Nolles. ¡Dios os proteja!

El barón y Roger, profundamente conmovidos, siguieron con la vista, inclinados sobre las rocas, el peligroso descenso del joven escudero. Llegado había éste á corta distancia y trataba de apoyar el pie en una hendidura de la roca, cuando recibió la primera descarga de los honderos enemigos. Una de las piedras le alcanzó de lleno en la sien y extendiendo los brazos cayó desplomado al abismo.

—Si Dios no me da mejor fortuna que á ese infeliz, dijo Roger al barón, hacedme la merced de decir á vuestra hija que he muerto pensando en ella y con su nombre en los labios.

Las lágrimas asomaron á los ojos del noble guerrero, que poniendo ambas manos en los hombros de Roger lo besó cariñosamente. El joven corrió á la cuerda y se deslizó por ella con gran presteza; las piedras lanzadas por las hondas enemigas se estrellaban contra la roca, una le rozó los cabellos y por fin otra le alcanzó en un costado, ocasionándole vivísimo dolor. Llegado, sin embargo, al extremo de la cuerda, se dejó caer desde no pequeña altura sobre la cumbre del más alto risco, que quedaba al pie de la formidable roca donde se hallaban sitiados sus amigos. Tan alta era ésta que todavía tuvo que descender Roger más de veinte varas, por una escarpada pendiente que apenas le ofrecía punto de apoyo. Aferrándose desesperadamente á las plantas silvestres que crecían en las hendiduras de las rocas, poniendo los pies en ligerísimas depresiones del inclinado plano, ó en piedras que con frecuencia se desprendían y amenazaban arrastrarlo consigo, expuesto á morir diez veces, llegó por fin á terreno firme y saltando de roca en roca ó corriendo entre los matorrales, se vió sano y salvo en la planicie que desde arriba le había mostrado el barón y donde pacían algunos caballos. Tendía ya la mano para asir la brida de uno de ellos, cuando recibió en la cabeza fuerte pedrada que lo derribó aturdido.

El hondero autor de aquella hazaña, viendo á Roger solo y exánime y juzgando por el aspecto y traje del joven que se trataba de un caballero inglés, comenzó á bajar precipitadamente de la colina donde se hallaba apostado con otros, ansioso de despojar á su víctima y sabedor de que los arqueros habían agotado todas sus flechas. Pero no contaba con Tristán de Horla, que levantando con sus forzudas manos pesado peñasco lo dejó caer á plomo sobre el hondero, al pasar éste al pie de la roca, con tanto tino que le destrozó un hombro, derribándolo al suelo, donde empezó á dar grandes gritos. Al oírlos se incorporó Roger, miró en derredor como atontado, y de pronto vió uno de los caballos que á pocos pasos de él estaba. Un momento le bastó para ponerse en la silla y lanzarse al galope por el sendero que debía conducirlo fuera de aquel valle fatal. Pero bien pronto conoció que iban á faltarle las fuerzas; sintió en el costado un dolor atroz, nublóse su vista y haciendo un esfuerzo supremo se inclinó sobre el cuello del caballo, lo estrechó fuertemente entre sus brazos y cerró los ojos, casi insensible ya á cuanto le rodeaba.

Nunca supo Roger lo que duró aquella carrera desenfrenada. Cuando volvió en sí se halló rodeado de soldados ingleses que le prestaban solícitos cuidados. Era un destacamento de doscientos arqueros y hombres de armas mandados por el temible Hugo de Calverley, quien á las primeras palabras de Roger despachó mensajeros con dirección al cercano campamento del príncipe y poniéndose al frente de sus soldados se lanzó al galope en auxilio del barón de Morel. Con él fué también Roger, atado sobre el caballo que le conducía, casi exánime por la pérdida de sangre, los golpes recibidos y las peripecias de aquella tremenda jornada.

Llegados los ingleses á una altura que dominaba en parte el valle divisaron en la cima de la roca convertida en fortaleza la bandera castellana. El enemigo se había apoderado por fin de aquel baluarte con tanto heroísmo defendido. Pero la lucha no había cesado por completo; en un extremo de la elevada planicie oponía todavía débil resistencia un puñado de ingleses. Aquel espectáculo arrancó un grito de furor á Sir Hugo y sus soldados, que clavando las espuelas en los ijares de sus caballos se lanzaron, ciegos de ira, contra los escuadrones enemigos.

El furioso ataque sorprendió á éstos sobre manera, é ignorantes del número de sus enemigos y creyendo que los rodeaba el grueso del ejército inglés que se hallaba por aquellos contornos, dieron la señal de retirada, apresurándose á dejar el valle en busca de posición más favorable para la defensa.

Los ingleses no pensaron en continuar su ataque ni en perseguirlos. Su principal anhelo era llegar á la altura donde esperaban rescatar á algunos de sus amigos. Triste cuadro se ofreció á su vista; montones de muertos y heridos castellanos y leoneses, franceses é ingleses; y mas allá, al pie de una roca, siete arqueros, con el indomable Tristán de Horla en el centro, heridos todos pero no vencidos todavía, blandiendo las ensangrentadas espadas y saludando á sus salvadores con un grito de bienvenida.

—¡Tremenda lucha y defensa heróica la vuestra! exclamó Sir Hugo, contemplando con asombro aquella escena asoladora. Pero ¿qué es eso? ¿También habéis hecho prisioneros? continuó diciendo al ver á Don Diego de Álvarez desarmado entre los arqueros.

—Sólo uno, y me pertenece, respondió Tristán. Lo he custodiado y defendido cuidadosamente, porque representa mi fortuna y la de mi viejecita madre si vuelvo á verme algún día en Horla....

—Tristán, ¿dónde está el barón de Morel? interrumpió Roger ansiosamente.

—Creo que ha perecido, como casi todos. Yo ví al enemigo poner su cuerpo sobre un caballo. Estaba desvanecido ó muerto y se lo llevaron....

—¡Dios del cielo! ¿Y Simón?

—También le ví arrojarse espada en mano sobre los captores de nuestro señor, y no sé si lo mataron ó lo hicieron prisionero.

—¡Den los clarines la orden de marcha! gritó Sir Hugo con voz tonante. ¡Maldición! ¡Volvamos al campo, y os prometo que antes de tres días habremos vengado al barón de Morel! Cuento con vosotros, valientes, y desde ahora quedáis incorporados á mi escuadrón predilecto.

—Somos arqueros y pertenecemos á la Guardia Blanca, señor, se aventuró á decir Tristán.

—¡Ah, sí! ¡La famosa Guardia Blanca! repuso el gran guerrillero inglés, mirando tristemente en torno. Pero la Guardia ya no existe; la muerte se ha encargado de desbandarla. Cuidadme bien á ese valiente escudero, porque temo que no vuelva á ver la luz del sol, añadió señalando á Roger desfallecido. ¡En marcha!

CAPÍTULO XXXIV REGRESO Á LA PATRIA
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