CAPÍTULO XXIX
EL PASO DE RONCESVALLES
—¿DÓNDE está el capitán Claudio Latour? fué lo primero que preguntó el barón de Morel, apenas sus pies tocaron el suelo.
—En nuestro campamento de Montpezat, señor barón, á dos horas de camino de aquí, dijo respetuosamente Yonson, el sargento que mandaba á los arqueros.
—Pues en marcha sin pérdida de momento, muchachos, que quiero veros á todos en el cuartel general de Dax, á tiempo para marchar á la vanguardia del príncipe.
En aquel instante trajeron al señor de Morel y á Roger sus caballos, así como los de Duguesclín y su esposa, abandonados por los villanos en su precipitada fuga. La despedida de los dos guerreros fué por manera afectuosa.
—Gran ventura ha sido para mí, dijo Duguesclín, la de haber conocido y tratado en tan excepcionales circunstancias al caudillo famoso cuyo nombre tantas veces me anunciara la fama. Pero es fuerza separarnos, porque mi puesto está al lado del rey de España, á cuyas órdenes debo ponerme antes de que vos crucéis las montañas de la frontera.
—Á la verdad, yo os creía en España con el valiente Enrique de Trastamara.
—Allá estuve, barón, y á Francia vine con la misión de reclutar gente en su auxilio. En España me hallaréis, al frente de cuatro mil lanzas francesas escogidas, para hacer á vuestro príncipe una acogida digna de él y de sus valientes caballeros. ¡Dios os guarde, amigo barón, y nos permita volver á vernos en circunstancias más propicias!
—No creo que exista caballero más cumplido en toda la cristiandad, dijo el de Morel mirándole alejarse en compañía de su animosa consorte. Pero ¿estás herido, Roger? ¿Qué palidez es esa?
—Lo único que tengo, señor barón, es pesar amargo por la desdichada muerte de mi buen compañero de Pleyel.
—¡Ah, sí! dijo tristemente el noble. Dos valientes escuderos he perdido ya y me pregunto por qué la implacable suerte arrebata de mi lado á esos jóvenes de brillante porvenir, dejando intactas las blancas cabezas como la mía. ¿Pero no recuerdas, Roger, cómo Doña Leonor nos predijo todos estos peligros y desgracias de la pasada noche?
—Así es en efecto, señor.
—Lo cual renueva mis temores de ver cumplida también su otra visión profética sobre el asedio de Monteagudo. Pero no puedo creer que haya llegado hasta Salisbury una fuerza enemiga francesa ó escocesa bastante numerosa para atacar el castillo. Convoca á esa gente, Simón, y en marcha.
Al primer toque de clarín acudieron presurosos los arqueros blancos, cargados de botín, y el barón no ocultó una sonrisa de satisfacción al recorrer con su penetrante mirada las filas de aquellos aguerridos soldados. Pocos jefes podían enorgullecerse de mandar una fuerza tan temible y tan marcial como aquella. No faltaban allí algunos veteranos de las grandes guerras de Francia, pero en su mayoría formaban la Guardia Blanca jóvenes arqueros, robustos mocetones ingleses, sobre cuyos petos lucían ricas bandas de seda y oro y brillaban las piedras preciosas, muestra evidente del abundante botín recogido en su larga campaña del sur. Perfectamente armados y protegidos con sus cascos de acero, cota de malla recubierta por el coleto blanco con la cruz roja de San Jorge en el pecho, el largo arco á la espalda y la maza ó el hacha de combate colgada del cinto, sentíase el barón capaz de grandes empresas al frente de aquellos hombres denodados.
Dos horas de marcha por la orilla del Aveyron los llevaron al campamento de la Guardia Blanca, formado por unas cincuenta tiendas, y entre los primeros en acudir á su encuentro figuraba un jinete ricamente vestido, que saludó al barón con entusiasmo.
—¡Por fin! exclamó estrechándole las manos. Más de un mes hace que os esperamos ansiosos, señor de Morel. ¡Bienvenido seáis! ¿Recibísteis mi carta?
—Sólo á ella se debe mi presencia aquí. Pero me admira, en verdad, señor de Latour, que no hayáis tomado vos mismo el mando de estos valientes arqueros.
—¡Imposible, mi noble amigo! exclamó el jefe gascón. Ya sabéis cómo son estos ingleses y no hay medio de que acaten como jefe á quien no sea compatriota suyo. Yo mismo no he podido conquistarme su confianza y obediencia; tuvieron como de costumbre su conciliábulo y los muy tercos, dirigidos por ese cabeza dura que ahí traéis, Simón Aluardo, resolvieron que habíais de ser vos y no otro quien los mandara. Pero vuestro plan era reforzar la Guardia con un centenar de reclutas, barón. ¿Dónde están?
—Esperándonos en Dax, donde no tardaremos en reunirnos con ellos.
—Venid á mi tienda, donde descansaréis y vos y vuestro escudero repondréis un tanto las fuerzas con lo poco que aquí puedo ofreceros.
En el curso de la conversación no tardó Claudio Latour en exponer su proyecto de atacar á Montpezat y Castelnau, villas cercanas y mal defendidas, en la primera de las cuales aseguró al barón que hallarían más de doscientos mil ducados ocultos en la fortaleza, amén de otro botín nada despreciable.
—Muy diferentes son mis planes, señor de Latour, dijo irritado el de Morel. He venido aquí para capitanear á esos arqueros, poniéndolos al servicio del rey nuestro señor y del príncipe su hijo, que necesita de todo nuestro auxilio para reinstalar á su aliado Don Pedro en el trono de Castilla. Hoy mismo me propongo seguir la marcha en dirección á Dax.
—Pues por mí, repuso Latour con evidente sorpresa y disgusto, estoy muy satisfecho con la vida que aquí llevo, no tengo el menor interés en esa guerra de que habláis y desde luego no me veréis en Dax.
—En tal caso, señor mío, tendré el disgusto de ponerme al frente de la Guardia Blanca sin vos.
—Si la Guardia os sigue, barón, cuando sepa que pensáis sacarla de esta comarca, donde vive en la abundancia, sin más ley que su voluntad.
—Pues á averiguarlo en seguida, replicó impetuosamente el barón. Si soy su jefe, se vienen conmigo á Dax en este momento; y si no lo soy ¡por mi nombre! entonces no sé qué hago yo en Auvernia, en vez de ocupar mi puesto en la escolta del príncipe.
No tardaron en hallarse congregados los arqueros, á quienes el barón, con voz firme y ademán enérgico, dirigió la palabra en estos términos:
—Me dicen, arqueros, que os habéis aficionado á esta regalada vida que aquí lleváis, hasta el punto de no querer salir de Auvernia. Pero ¡por San Jorge! que no he de creerlo de tan valientes soldados, sobre todo cuando sepáis que vuestro príncipe prepara una gran empresa y necesita de vosotros. Me habéis elegido por jefe y lo seré para guiaros á España; os juro que el estandarte de las cinco rosas ondeará siempre allí donde haya más lauros que conquistar. Pero si es vuestro deseo cambiar gloria y renombre por vil lucro y seguir en esta comarca entre la molicie y el saqueo, buscad otro jefe, que yo he vivido honrado y con honra he de morir. Entre vosotros hay muchos hijos del condado de Hanson; que hablen los primeros y digan si están prontos á seguir la bandera de Morel.
Inmediatamente se destacó de la columna un numeroso grupo de arqueros, montañeses robustos de Hanson, que aclamaron al barón con entusiasmo.
—¡Por la cruz de mi espada, muchachos! gritó en aquel punto Simón saltando sobre un tronco caído. ¡Sería una vergüenza para la Guardia Blanca permitir que el príncipe cruzase las montañas del sur sin que le abriésemos camino con nuestros arcos! La guerra está declarada, el estandarte real ondea al viento, y bajo sus pliegues se hallará al viejo Simón, aunque tenga que ir solo hasta Dax....
—¡No, no! ¡Viva Simón! ¡Iremos todos! gritaron los arqueros, que en su mayor parte no necesitaban del ejemplo dado tan oportunamente por el popularísimo veterano.
—¡Que hable el capitán Latour! se oyó decir en las filas.
—¡Sí, oigamos también al gascón! apoyó otra voz.
—¡Soldados! exclamó Claudio Latour sin hacerse de rogar. No haré más que recordaros lo mucho y bueno que aquí dejáis y la triste recompensa que váis á buscar en lejana guerra. La libertad y el rico botín en Auvernia, la severa disciplina y mísera paga en el ejército. Ya sabéis lo que han ganado vuestros camaradas de la Guardia Blanca que fueron á Italia; el saco de Mantua y el rescate de seiscientos nobles. Yo os proporcionaré aquí golpes de mano tan brillantes como ese....
—¡Que los convertirán en una gavilla de ladrones! vociferó Tristán, furioso con aquella arenga.
—Sin embargo, no va del todo descaminado el capitán gascón, dijo tímidamente un arquero de torva mirada.
—¡Tú has sido siempre un cobarde y un traidor, Marcos! rugió Simón enseñándole el puño.
—Haya paz, dijo el barón con voz tranquila. Los que prefieran servir al señor de Latour, libres son de seguirle. Los demás, conmigo á donde nos llaman el deber y el patriotismo.
Una docena de arqueros se deslizaron avergonzados en dirección á la tienda del gascón, despedidos por la rechifla de toda la columna, que poco después se ponía en marcha con el barón, camino del cuartel general inglés.
En toda la comarca, de ordinario tan tranquila, que se extiende desde el Adour hasta la frontera de Navarra, vivaqueaban los numerosos cuerpos del magno ejército; por todas partes se veían las tiendas de jefes y soldados de Aquitania, gascones é ingleses. Acababa de llegar de Inglaterra el duque de Lancaster, hermano del príncipe, con séquito de cuatrocientos caballeros y numerosa fuerza de arqueros, último refuerzo que se esperaba y todo estaba pronto para la marcha.
Los desfiladeros de Navarra seguían en manos del vacilante Carlos, que había tratado de negociar á la vez con Enrique de Castilla y con Eduardo de Inglaterra; pero la mano de hierro del Príncipe Negro le obligó á ceder y dejar libres los pasos de la cordillera. Para conseguirlo comisionó el príncipe al capitán Hugo Calverley, quien al frente de su compañía entró rápidamente en Navarra y pegó fuego á Puente la Reina y Miranda. Aquel reto bastó para que el rey Carlos desistiese de toda oposición al paso del fuerte ejército invasor por territorio navarro.
Á principios de Febrero, tres días después de la llegada del barón de Morel y su Guardia Blanca á Dax, recibió el ejército inglés la orden de marcha en dirección á Roncesvalles. Los primeros en obedecerla, por disposición expresa del príncipe, fueron los trescientos arqueros de Morel, elegidos para abrir el camino y situarse en el último tramo de la cordillera, á fin {de} esperar y proteger allí el paso de todo el ejército. Orgulloso en verdad cabalgaba el barón á la cabeza de su gente, armado de punta en blanco y seguido de Roger, Simón y Reno, portando este último el estandarte del famoso guerrero.
—Á fe mía, Roger, dijo éste, que hubiera preferido ver á Carlos de Navarra disputarnos el paso de esos montes, que tengo entendido fueron teatro de un reñido combate en el que perdió la vida cierto valeroso Roldán.
—Si me lo permitís, señor barón, repuso Reno, os diré que conozco bien el país por haber servido á las órdenes del rey de Navarra. Aquel edificio cuyo techo véis entre los árboles es un asilo y monasterio y señala el lugar donde pereció Roldán. El pueblo que á la izquierda mano queda es Orbaiceta, tierra del buen vino.
—Y á la derecha veo un caserío....
—Es el pueblo de Los Aldudes, y más allá los picachos de Altavista.
El barón hizo notar á Roger, que contemplaba admirado tan hermoso cuadro, el contraste que desde aquella altura presentaban las áridas llanuras gasconas del norte con las verdes praderas y las colinas pintorescas de la tierra navarra. Tampoco dejaban de ver aquí y allá, en lo alto de las rocas ó al torcer de un camino, pequeños grupos de caballeros y soldados del rey Carlos, que los contemplaban en silencio; vista que ponía de muy mal humor al barón, quien hablaba nada menos que de caer espada en mano sobre aquellos soldados neutrales. El veterano echaba de menos los días en que, según él decía, jamás se compraba con oro ni tratados el paso por tierra extranjera, sino que se ganaba á punta de lanza ó se perecía en la demanda. Por fin llegaron los arqueros á un lugar de la sierra desde el cual se divisaban en el lejano horizonte las torres de Pamplona, y allí se detuvo la Guardia Blanca, en cumplimiento de las órdenes del príncipe. Los altos montes estaban cubiertos de nieve y los arqueros se acomodaron lo mejor que pudieron en una aldea vecina. Roger dedicó el resto de aquel día y parte del siguiente, á ver desfilar el brillante ejército reunido para aquella expedición bajo las banderas del rey de Inglaterra. No tardó en reunírsele Simón, que tomó asiento á su lado sobre una elevada roca.
—Hombres, caballos, armas y arreos, todo esto es magnífico, Roger, y digno de la atención que le dedicas, dijo el veterano. Nuestro valiente capitán está furioso porque hemos cruzado los montes sin andar á flechazos ni lanzadas, pero ó mucho me engaño ó esta campaña de Castilla le proporcionará tantas ocasiones de combatir como pueda pedirle el cuerpo, antes de que volvamos á emprender la marcha hacia el norte. Dicen en el ejército que Enrique de Trastamara puede lanzar contra nosotros cuarenta mil soldados, sin contar las lanzas francesas de Duguesclín y que todos ellos han jurado morir antes que ver á Don Pedro otra vez en el trono de Castilla.
—Pero nuestro ejército es también numeroso y aguerrido.
—Veinte y siete mil hombres por junto y en tierra extraña. Pero atención, mon petit, que aquí llega Chandos en persona con su compañía y tras ella pendones y escudos entre los que reconocerás á lo mejor de nuestra nobleza.
Mientras hablaba Simón había desfilado ante ellos fuerte columna de arqueros, seguidos de un portaestandarte que llevaba en alto el pendón de Chandos. Cabalgaba éste á corta distancia, revestido de armadura completa á excepción del casco con luengas plumas blancas, que sostenía sobre el arzón uno de los escuderos de su escolta. Cubría sus blancos cabellos un birrete de terciopelo color de púrpura y un paje le llevaba la poderosa lanza. Sonrióse complacido al ver el estandarte de las cinco rosas que ondeaba sobre la aldehuela y con una señal de despedida tomó tras sus arqueros el camino de Pamplona.
Á corta distancia de él iban mil doscientos caballeros ingleses, cuyos almetes, petos y armas relucían al sol, formando deslumbrador escuadrón, escoltado por Lord Audley en persona con sus seiscientos arqueros y los cuatro renombrados escuderos que tamaña gloria conquistaran en Poitiers. Doscientos jinetes pesadamente armados precedían al duque de Lancaster y su brillante séquito, en el que descollaban cuatro heraldos cuyos luengos tabardos llevaban bordadas sobre el pecho las armas reales. Á uno y otro lado del joven príncipe cabalgaban los dos senescales de Aquitania, Guiscardo de Angle y Esteban Cosinton, portando el primero la bandera del ducado y el segundo la de San Jorge. Más allá, en cuanto del camino abarcaba la vista, se extendía sin cesar columna tras columna, como un río de acero, dominado por airosas cimeras, gonfalones y blasonados escudos.
Gran parte de aquel día permaneció absorto el buen Roger en la contemplación de los lúcidos escuadrones y compañías que ante él desfilaron, á la vez que escuchaba atento los nombres que citaba y los interesantes comentarios que hacía el veterano Simón, hasta que los últimos hombres de armas hubieron desaparecido en los profundos desfiladeros de Roncesvalles, con dirección á los llanos de Navarra.
En compañía del duque de Lancaster llegaron á Pamplona, con la vanguardia inglesa, los reyes de Mallorca y de Navarra y el impaciente Don Pedro de Castilla. También se contaban allí apuestos caballeros gascones, procedentes de Aquitania y de Saintonge, de La Rochelle, Quercy, el Lemosín, Agenois, Poitou y Bigorre, con los pendones y fuerzas de sus distritos respectivos. Y no es de omitir el numeroso contingente del país de Gales, bajo la bandera escarlata de Merlín. Allí también el anciano duque de Armagnac con su sobrino el señor de Albret, los de Esparre, Breteuil y tantos más.
Al cuarto día todo el ejército quedó acampado en el valle de Pamplona y el príncipe inglés convocó á sus jefes á consejo en el palacio real de la antigua capital de Navarra.