CAPÍTULO XXXI DE CÓMO TRISTÁN Y EL BARÓN HICIERON DOS PRISIONEROS

CAPÍTULO XXXII

DONDE EL SEÑOR DE MOREL CUMPLE SU VOTO

LA mañana siguiente, desapacible y fría como muchas del mes de Marzo en aquellos contornos, halló á nuestros arqueros en un terreno pedregoso y al pie de elevadísimas rocas, cuyas cimas empezaba á dorar el sol naciente. En uno de los grupos que apresuradamente disponían el desayuno figuraban Reno, Simón y Yonson, más atentos á preparar sus flechas y afilar sus espadas que á vigilar el guiso, del cual cuidaba solícito el voraz Tristán. Roger y Norbury, el silencioso escudero de Sir Oliver, procuraban calentar al fuego de la hoguera sus manos ateridas.

—¡Ya hierve el guisote! exclamó Yonson poniendo á un lado el espadón. ¡Á comer, antes de que nos den la orden de marcha ó nos caiga encima un nublado de castellanos y franceses!

—¡Por vida de! dijo Simón mirando á su amigo Tristán, ahora que este cernícalo está en vísperas de recibir el cuantioso rescate de su prisionero desdeñará quizas comer con pobres arqueros. ¿Eh, Tristán? No más cubiletes de cerveza ni medias raciones de cecina, cuanto te veas otra vez en Horla, sino vino gascón á diario y carne asada hasta que te hartes.

—Lo que en Horla haré, sargento, si allá llego otra vez, está por ver; lo que sí sé es que por ahora voy á meter mi casco en esa caldera y á comer cuanto pueda, por si no volvemos á ver un guiso en todo el día.

—¡Bien dicho, muchacho! ¡Ea, cada cual para sí! ¿Á quién buscas, Robín?

—El señor barón desea veros en su tienda, dijo á Roger un joven arquero.

Apenas llegado Roger á presencia de su señor entrególe éste un abultado pergamino, diciendo:

—Acaba de traérmelo un mensajero de Su Alteza, quien me dice que fué portador de ese y otros pergaminos un caballero recienllegado de Inglaterra al cuartel general.

—Está dirigido á vos, señor barón y escrito, según aquí reza, "de mano de Cristóbal, siervo de Dios y Prior del monasterio de Salisbury."

—Lee pronto, Roger.

El joven escudero recorrió con la vista las primeras líneas, palideció y lanzó una exclamación de sorpresa y dolor.

—¿Qué es ello? preguntó el barón. ¿Vas á darme malas noticias de la señora baronesa ó de mi hija Constanza?

—¡Mi hermano, mi desgraciado hermano! exclamó Roger. ¡Hugo ha muerto!

—Te trató en vida como á mortal enemigo, Roger, y no veo fundado motivo para que tanto sientas su muerte.

—Era el único pariente que me quedaba en el mundo. Pero ¡qué noticias! ¡Cuánto inesperado desastre! Oid, señor barón.

El prior escribía que poco después de la partida de Morel se había congregado en la granja de Munster y puéstose á las órdenes del díscolo Hugo de Clinton numerosa fuerza compuesta de aventureros, bandidos y gente perdida de toda la comarca, quienes después de derrotar á las gentes de justicia y soldados del rey enviados contra ellos, habían puesto sitio al castillo de Monteagudo, habitado por la esposa é hija del barón. Que la baronesa, lejos de entregar la fortaleza, había organizado y dirigido la defensa con tantos bríos y acierto tal que al segundo día, después de empeñados y mortíferos asaltos, había perdido la vida Hugo, el jefe de los sitiadores, y huído y dispersádose éstos. La carta terminaba dando las mejores noticias sobre la salud de ambas damas é invocando sobre el barón las bendiciones del cielo.

—¡La profecía! dijo el barón tras larga pausa. ¿Recuerdas, Roger lo que nos dijo aquella noche memorable y fatal la esposa de Duguesclín? El asalto del castillo, el jefe de la barba rubia, todo, todo. ¡Es portentoso! Y á propósito, Roger; nunca te he preguntado por qué la noble profetisa dijo de tí que tenías el pensamiento puesto en el castillo de Monteagudo con más constancia y cariño que yo mismo....

—Quizás tuviera también razón al decirlo, señor, replicó el escudero ruborizándose, porque os confieso que en aquel castillo pienso todo el día y con él sueño de noche.

—¡Hola! exclamó el barón. ¿Y cómo es eso, Roger?

—Debo confesároslo. Amo á mi señora Doña Constanza, vuestra hija, con el más puro y profundo amor....

—Me sorprendes, doncel, dijo el barón frunciendo el ceño. ¡Por San Jorge! ¿sabes que es muy noble nuestra sangre y muy antiguo nuestro nombre?

—También lo es el mío, señor barón, y muy noble la sangre heredada de mis mayores.

—Constanza es nuestra única hija y cuanto tenemos le pertenecerá algún día.

—También soy yo ahora el único Clinton, y muerto sin hijos mi hermano soy dueño y señor de Munster.

—Cierto es. Pero ¿cómo no me has hablado antes del caso?

—No podía hacerlo, señor barón, porque ni aun sé si vuestra hija me ama y no media entre nosotros oferta ni promesa.

Quedóse pensativo el famoso guerrero y por fin se echó á reir.

—¡Juro por San Jorge no tomar cartas en el asunto! exclamó. Mi muy amada hija es árbitra de su elección, pues la juzgo muy capaz de mirar por sí misma y elegir con acierto. La conozco, amigo Roger, y si como me figuro está ella pensando en tí como tú en ella, ni Enrique de Trastamara con sus sesenta mil soldados puede impedir que mi Constanza haga su voluntad y deje de amar á quien ame. Lo que sí me toca recordar aquí es que siempre he deseado para esposo de mi hija á un caballero valiente y cumplido. Tú, Roger de Clinton, estás en camino de ser una brillante lanza si Dios te protege. Sigue haciendo méritos y conquistando lauros. Pero basta de este asunto, que volveremos á tratar cuando veamos otra vez las costas de Inglaterra. Nos hallamos en situación gravísima é importa salir de ella cuanto antes. Hazme la merced de llamar al señor de Fenton, con quien deseo conferenciar antes de que nos alcance el enemigo en esta desventajosa posición.

Obedeció Roger inmediatamente y sentándose después sobre apartada roca trató de recordar una á una las palabras del barón y su propia confesión; comparó también las desfavorables circunstancias que le rodeaban cuando por primera vez vió á su amada, novicio indigente y sin hogar, con la holgada posición que le creaba la prematura muerte de su hermano. Además, había sabido ganarse el aprecio y la confianza del barón, sus compañeros de armas lo consideraban como valiente entre los valientes de la Guardia Blanca, á pesar de sus pocos años, y sobre todo, el barón acababa de oir la revelación de su amor más complacido que enojado. El resultado de sus meditaciones fué la resolución de no abandonar aquellas montañas sin conquistar lauros brillantes, que acabaran de hacerle digno de merced tan alta y felicidad tan cumplida cual podía prometerse el futuro esposo de la encantadora Constanza de Morel.

En aquel instante oyó Roger, tres veces repetida, la nota penetrante de un clarín, y saltando de la roca en que estaba sentado vió que los arqueros empuñaban sus armas y se dirigían apresuradamente hacia los caballos. Llegó en pocos momentos al grupo que formaban los jefes y oyó al señor de Fenton que decía:

—No me queda duda, es el toque del clarín enemigo. Pero es imposible que las tropas de Enrique nos hayan dado alcance tan pronto.

—Olvidáis, dijo el barón, los informes del villano á quien sorprendimos anoche. Un hermano del rey castellano, nos dijo, se había adelantado al grueso del ejército para hostigar á nuestras avanzadas con un cuerpo de seis mil jinetes y mucho me temo que nuestra precipitada marcha nos haya alejado de un peligro para hacernos caer en otro.

—Así es, en efecto, dijo el de Angus. ¿Qué hacer?

—Tomar posiciones en aquella altura y vender caras nuestras vidas, ó salvarlas si nos llegan refuerzos. La más alta de aquellas colinas, de difícil subida por todos lados y con una planicie bastante extensa en la cumbre, nos ofrece una admirable fortaleza natural. Dad, Fenton, la orden de marcha sin perder momento. Conservad, señores, vuestros caballos, pero que abandonen los suyos los soldados. Si vencemos nos sobrarán caballos del enemigo. Puesto que el jefe castellano nos ha descubierto y no se oculta, enseñémosle también los colores de nuestra bandera. Nuestras almas están en manos de Dios, nuestros cuerpos al servicio del rey. ¡Desenvainemos las espadas, por San Jorge é Inglaterra!

El entusiasmo del barón se comunicó á sus soldados, y la Guardia toda escaló con resuelto paso la ladera menos pendiente, erizada de peñascos y cubierta de rocas sueltas que rodaban á su paso é iban á perderse, rebotando, en el fondo del valle. La altura á que por fin llegaron los arqueros ingleses constituía en efecto una posición fortísima, un enorme cono truncado desde cuya base superior podían barrer con sus flechas el pendiente camino que ellos acababan de recorrer con gran dificultad, al paso que por los otros lados la roca cortada á pico hacía la posición inexpugnable.

La niebla que hasta entonces cubriera el valle comenzó á disiparse, flotando en grandes jirones que rozaban por un momento las copas de los árboles y luégo se elevaban desvaneciéndose en el espacio. El sol iluminó entonces los alrededores de la roca convertida en fortaleza y nobles y arqueros contemplaron con admiración la vasta fuerza que los cercaba. Brillaban los cascos y corazas de numerosos escuadrones y las voces que dieron y el toque de las cornetas y atabales indicaron también que habían descubierto el refugio de sus enemigos y que se preparaban para el ataque. El barón y sus jefes se reunieron ante los cuatro estandartes de su fuerza, que eran el de las armas inglesas, el de Morel y los de Butrón y Merlín, enseña este último de unos sesenta arqueros del país de Gales.

—¿Véis, barón, aquella hermosa bandera bordada de oro que ondea al frente de las otras? preguntó Fenton. Pues es la de los famosos caballeros de Calatrava, y no lejos de ella la de la Orden de Santiago. En el centro el estandarte real, y ó mucho me engaño ó hay también en esa fuerza muchos caballeros franceses. ¿Qué decís á ello, Don Diego?

El prisionero de Tristán de Horla contemplaba con alegría y entusiasmo las brillantes cohortes de sus compatriotas.

—¡Por Santiago! exclamó. Vos y vuestros amigos váis á caer al empuje de los más afamados caballeros de León y Castilla. Manda esa fuerza un hermano de nuestro rey, y sin contar los gloriosos pendones de Calatrava y de Santiago, veo allí los de Albornoz, Toledo, Cazorla, Rodríguez Tavera y tantos otros, amén de los de muchos nobles aragoneses y franceses.

No se hizo esperar el ataque. Los brillantes escuadrones de las dos grandes órdenes militares se adelantaron en formación perfecta, y cuando ya los arqueros preparaban sus armas vieron con sorpresa que sus enemigos se detenían, blandiendo lanzas y espadas, y que de sus filas se adelantaban dos guerreros armados de punta en blanco, caladas las viseras y con grandes penachos blancos que sobre los relucientes yelmos ondeaban al viento. Alzados ambos sobre los estribos y blandiendo las lanzas, era evidente que dirigían un reto á los caballeros ingleses.

—¡Un cartel, por vida mía! gritó el barón, brillándole el único ojo que tenía descubierto. No se dirá que el barón de Morel ha rehusado tan cortés propuesta. ¿Y vos, Fenton?

La contestación del caballero inglés fué saltar sobre su caballo, y empuñando, como el barón, la lanza y embrazando el escudo, ambos jinetes descendieron con peligrosa rapidez la enhiesta pendiente, en dirección á los dos campeones castellanos, que á su vez les salieron al encuentro. Era el contrincante de Guillermo Fenton un apuesto caballero, joven y vigoroso en apariencia, cuya lanza dió en el escudo del inglés tan recio golpe que lo partió en dos, á tiempo que la acerada lanza de Fenton le atravesaba la garganta, derribándolo moribundo. Impulsado Sir Guillermo por el entusiasmo del triunfo y el ardor del combate, siguió su furiosa carrera y desapareció entre las apretadas filas de los caballeros de Calatrava, que en un abrir y cerrar de ojos dieron cuenta del valeroso campeón inglés.

El barón en tanto había hallado un competidor digno de su esfuerzo y bríos en guerrero tan famoso como Don Sebastián de Gomera, lanza escogida de los caballeros de la Orden de Santiago. Acometiéronse con tal furia que al primer encuentro quedaron rotas ambas lanzas, y empuñando los aceros se atacaron con denuedo sin igual. Largo fué el combate, brillantes los golpes y paradas que demostraron la pericia de ambos, hasta que impaciente el de Santiago hizo saltar á su caballo hasta tocar al del inglés, y abalanzándose sobre el barón le rodeó el cuerpo con sus brazos. Cayeron al suelo ambos enemigos estrechamente unidos, logró el castellano dominar á su adversario, de cuerpo más endeble que el suyo, y posándole una rodilla en el pecho alzó el brazo armado para poner de una estocada fin al furioso combate. Pero nunca llegó á dar el golpe mortal. La espada del barón, rápida como el rayo, entró oblícuamente por debajo del levantado brazo de su enemigo, y éste cayó pesadamente en tierra, lanzando ahogado grito. Confusa gritería de aplauso y de despecho se dejó oir en uno y otro bando y el barón, saltando sobre su caballo, se lanzó hacia la altura, á la vez que los sitiadores emprendían el ataque de la posición inglesa.

Los arqueros los recibieron con una granizada de flechas que hicieron morder el polvo á filas enteras de los asaltantes. Inútiles fueron los esfuerzos denodados de éstos por llegar hasta la altura; la estrechez y la pendiente del camino y los obstáculos que añadían á su paso los cuerpos de hombres y caballos hacinados y revolcándose en sangrientos montones sólo les permitían avanzar lentamente, haciéndolos fácil blanco de las flechas enemigas, y muy pronto se oyó el toque de retirada.

Felicitábanse los arqueros cuando descubrieron otro enemigo aun más temible que las impotentes lanzas de los jinetes. Numerosos honderos castellanos habían tomado posesión de otras alturas cercanas y desde ellas lanzaron mortíferas piedras, con fuerza y acierto tal que en pocos momentos quedaron tendidos sin vida el veterano Yonson y algunos otros arqueros y malheridos quince de éstos y seis hombres de armas. Parapetáronse los ingleses lo mejor que pudieron detrás de los peñascos, tendiéronse muchos en el suelo y dirigieron sus certeras flechas contra los honderos.

—¡Barón! exclamó en aquel momento el señor de Burley; acaba de decirme Simón que no nos quedan más de doscientas flechas por junto. ¿Qué hacer? En mi opinión ha llegado la hora de parlamentar ó de morir casi indefensos.

—¡Por lo pronto, contestó el barón de Morel arrancándose el parche que por tanto tiempo cubriera su ojo izquierdo, creo haber cumplido mi voto dando muerte en leal combate á uno de los más pujantes y famosos caballeros enemigos! Y ahora ¡á morir matando!

—Lo mismo digo, asintió tranquilamente Oliver de Butrón, enarbolando pesada maza.

—¡Disparad hasta vuestra última flecha, arqueros! gritó el de Morel. ¡Entonces os quedarán todavía espadas y hachas para vender caras vuestras vidas!

CAPÍTULO XXXIII "LA ROCA DE LOS INGLESES"
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