CAPÍTULO XXX LA GUARDIA BLANCA EN EL VALLE DE PAMPLONA

CAPÍTULO XXXI

DE CÓMO TRISTÁN Y EL BARÓN HICIERON DOS PRISIONEROS

DOS días de acelerada marcha llevaron al barón y su gente á la orilla opuesta del rápido Arga y más allá de Estella, hasta dejar atrás los valles y las cañadas de Navarra y hallarse frente al anchuroso Ebro, en cuyas riberas se alzaban numerosos caseríos. Durante toda una noche contemplaron los sorprendidos habitantes de Viana el paso del río por aquella tropa, que hablaba una lengua extraña á sus oídos y cuyas armas y equipo llamaban no menos poderosamente su atención. Desde aquel momento se hallaba la Guardia Blanca en tierra de Castilla y la próxima jornada los dejó en un pinar cercano á la ciudad de Logroño, en el cual se detuvieron para tomar hombres y caballos el muy necesitado descanso, mientras los jefes celebraban consejo presidido por el barón.

Tenía éste consigo á los señores Guillermo Fenton, Oliver de Butrón, Burley, llamado el caballero andante de Escocia, Ricardo Causton y el conde de Angus, distinguidos todos ellos entre los primeros caballeros del ejército. Componían el resto de la fuerza sesenta hombres de armas veteranos y trescientos veinte arqueros. Don Enrique de Trastamara, rey de Castilla, se hallaba acampado con su ejército á unas diez leguas de distancia en dirección á Burgos, según informes suministrados al barón por numerosos espías. Por éstos supo también que el monarca castellano mandaba poderosa hueste de cuarenta mil infantes y veinte mil caballos.

Largas fueron las deliberaciones del consejo, y aunque Fenton y Burley sostuvieron que la misión de la vanguardia quedaba bien cumplida por entonces, pues habían averiguado la posición y número del enemigo, y que era temeridad continuar allí con sólo cuatrocientos hombres, entre un ejército de sesenta mil y un caudaloso río, prevaleció la opinión del señor de Morel y otros caballeros, que no querían repasar el Ebro sin ver á un solo enemigo ni intentar hazaña ó aventura por arriesgada que fuese.

Continuaron, pues, la marcha, protegidos por la obscuridad de la noche y guiados por un pastor de cuya guarda se encargó Reno, empezando por atarle sólidamente una muñeca con recia cuerda cuyo otro extremo aseguró al arzón de su silla. Momentos después de amanecer, cuando ya el paso por aquellas breñas iba haciéndose harto difícil, les anunció temblando su guía que en la obscuridad había perdido el camino; palabras que indignaron á los arqueros más próximos, sospechosos de una traición y que á punto estuvo de costar la vida al pastor, cuando repentino toque de cornetas y tambores reveló á los expedicionarios la inmediación del enemigo.

—¡Habla, villano! ¿Qué significa ese rumor? preguntó en buen castellano el señor de Fenton al tembloroso guía.

—¡Ya sé dónde estamos! exclamó éste. El ejército acampa en aquel valle. Salgamos de esta cañada y desde esa altura que á la izquierda queda veréis las tiendas del rey.

Tomó Fenton ladera arriba, siguiéronle sigilosamente los otros y al llegar á la cumbre miraron con precaución el barón y los caballeros por entre rocas y matorrales.

El cuadro que el inmediato valle ofreció á su vista los dejó atónitos. Frente á ellos se extendía una gran llanura cubierta de verde hierba y por la que serpenteaban dos riachuelos. En todo el valle, hasta donde alcanzaba la vista, millares de blancas tiendas, adornadas muchas de ellas con enseñas y pendones de los altivos señores castellanos y leoneses. Á gran distancia, en el centro de aquella improvisada ciudad, una tienda mayor y más vistosa que todas las restantes era sin duda la vivienda del monarca. El toque que habían oído los ingleses era la primera llamada matutina; el campamento despertaba, numerosos soldados salían de las tiendas, dirigiéndose unos al riachuelo más cercano y preparando y encendiendo otros multitud de fogatas que empezaron á desprender columnas de humo.

Largo rato continuaron en acecho los ingleses y vieron que algunos grupos de nobles castellanos, montando sus hermosos corceles y seguidos de pajes que llevaban halcones y azores adiestrados, se preparaban á entregarse á su ejercicio favorito de la caza. Á su lado corrían y saltaban grandes lebreles.

—Arrogantes galanes, á fe mía, dijo Simón á Roger, que olvidado de todo contemplaba con embeleso espectáculo tan nuevo para él.

—Lo que yo pienso, dijo á su vez Tristán, es que si pudiera apoderarme de uno de aquellos alegres jinetes y hacerle pagar rescate, podría también comprarle a mi madre un par de vacas....

—No seas cernícalo, Tristán, repuso Simón. Dí más bien que con el rescate podrías comprar una hermosa granja inglesa y diez aranzadas de terreno á orillas del Avón.

—¿Sí? Pues allá voy á traerme uno de ellos, exclamó Tristán haciendo ademán de bajar al valle y en voz tan alta que llamó la atención de Morel.

—Nadie se mueva, ordenó éste. Quitáos los cascos y bajad las armas para que el brillo del acero á los rayos del sol no llame la atención del enemigo. Aquí hemos de aguardar ocultos hasta la noche.

Así lo hicieron, temiendo verse descubiertos y aniquilados de un momento á otro, cosa que pareció inevitable cuando á eso de mediodía vieron subir por el sendero del valle á un apuesto caballero, ligeramente armado, que montaba un caballo blanco y llevaba posado sobre el puño izquierdo un halcón. El cazador siguió trepando hasta llegar á la cumbre, obligó á su caballo á trasponer la valla natural que formaban los arbustos y cuando menos lo esperaba se halló rodeado de los extraños guerreros allí ocultos. Lanzando una exclamación de sorpresa y despecho hizo volver grupas á su caballo, derribó éste á los dos arqueros que intentaban detenerlo é iba ya á lanzarse al galope hacia el valle, cuando caballo y caballero se vieron detenidos bruscamente por las férreas manazas de Tristán. Un momento después yacía el jinete derribado en el suelo.

—Rescate tenemos, dijo Tristán.

—Si no me engaño, arquero, dijo el barón adelantándose después de mirar atentamente al sorprendido cautivo, acabas de hacer prisionero al noble caballero español Don Diego de Álvarez, á quien tuve la honra de ver un tiempo en la corte de nuestro príncipe.

—Don Diego soy, repuso el caballero, y preferiría mil veces la muerte á verme hecho prisionero en una emboscada y por las villanas manos de un arquero.... Tomad vos mi espada, señor capitán.

—Poco á poco, caballero, dijo el barón. Sois prisionero del soldado que os ha hecho cautivo, mozo valiente y honrado. Potentados de más alto rango que vos hanse visto antes de ahora prisioneros de arqueros ingleses....

—¿Qué rescate pide ese hombre? interrumpió el castellano.

—Pues yo, dijo titubeando Tristán cuando le hubieron traducido la pregunta, quisiera unas cuantas vacas, y una casita aunque fuese pequeña, con su huerto y....

—¡Basta, basta! dijo el barón con gran risa. Déjame arreglar este asunto por tí, arquero. Todo lo que el soldado quiere, Don Diego, puede comprarse con dinero, y creo que cinco mil ducados no es mucho pedir por la libertad de tan renombrado caballero.

—Le serán pagados.

—Me veo obligado, eso sí, á reteneros entre nosotros por algunos días, y á pediros permiso para usar vuestra armadura, escudo y caballo en una expedición que proyecto.

—Mi arnés, armas y caballo vuestros son por la ley de la guerra.

—Pero os serán devueltos. Coloca centinelas, Simón, ahí en la entrada del paso y una guardia de arqueros con armas preparadas por si algún otro caballero nos visita.

Pasaron las horas y los ingleses siguieron vigilando todos los movimientos de la gran hueste enemiga. Al caer la tarde se notó gran agitación en el campo y luégo fuertes clamores y el toque de cien cornetas. No tardó en descubrirse la causa; por el camino más lejano del punto donde se hallaban agazapados los arqueros llegaba una fuerte columna, nuevos refuerzos para el ejército castellano.

—¡El diablo me lleve, dijo por fin Burley, si al frente de esos caballos no ondea el estandarte con la doble águila de Duguesclín!

—Así es, dijo el de Angus, y con él los caballeros franceses alistados en Bretaña y Anjou.

—Cuatro mil jinetes lo menos, repuso Guillermo Fenton. Y allí veo al gran Bertrán en persona, junto á su bandera. El rey Enrique sale á su encuentro con heraldos, caballeros y pendones. Vedlos que juntos se dirigen hacia la tienda real.

En tanto el barón de Morel había revestido la armadura de su prisionero Don Diego y tan luego se puso el sol dió orden á su gente de preparar las armas.

—Señor de Fenton, dijo, he resuelto intentar no pequeña empresa y os he elegido para mandar á nuestros soldados en una salida y sorpresa al campamento castellano. Antes saldré yo con dirección al centro del campo, con sólo mi escudero y dos arqueros. Caed sobre el enemigo cuando me veáis llegar á la tienda del rey. Dejaréis veinte hombres aquí, en el sendero que parte de la cañada, y regresaréis apresuradamente á este mismo lugar después de vuestro rápido ataque.

—¿Qué proyectáis, Morel?

—Después lo veréis. Roger, me seguirás llevando por la brida un caballo de repuesto. Que vengan con nosotros, bien montados, los dos arqueros que nos acompañaron en nuestro viaje por Francia, y en quienes tengo confianza absoluta. Dejarán aquí sus arcos y ni ellos ni tú diréis palabra, aunque os hablen en el campo. ¿Estás pronto?

—Á vuestras órdenes, señor barón, dijo Roger.

—¡Y también nosotros! exclamaron Simón y Tristán, montando y adelantándose á su vez.

—En vos confío, Fenton, dijo el barón. Si Dios nos protege hemos de vernos reunidos otra vez aquí antes de una hora. ¡Adelante!

Montó el barón el blanco caballo de Don Diego de Álvarez, y salió tranquilamente de su escondite seguido de sus tres compañeros. Llegados al valle hallaron multitud de grupos de soldados y caballeros castellanos y franceses que fraternizaban, por entre los cuales pasaron sin que su presencia llamase la atención, y deslizándose entre las filas de tiendas no tardaron en hallarse frente á la que ostentaba el estandarte real. En aquel momento estallaron grandes gritos de sorpresa y terror á la izquierda del campo, hacia donde se dirigieron velozmente millares de infantes y jinetes y muy pronto se oyó á lo lejos el rumor de furioso combate. Á excepción de algunos centinelas y pajes, cuantos se hallaban cercanos á la tienda real habían desaparecido, voceando y arma en mano, en dirección al lugar de la lucha.

—¡He venido aquí á apoderarme del rey! dijo entonces el barón á los suyos; y lo conseguiré ó pereceré en la demanda.

Roger y Simón cayeron en seguida sobre los hombres de armas que guardaban la puerta y los tendieron á los pies de sus caballos. Desmontaron rápidamente, como ya lo había hecho el barón y los tres se precipitaron en la tienda espada en mano, seguidos un momento después por Tristán que se había encargado de asegurar los cinco caballos cerca de la puerta. Oyéronse gritos y choque de armas dentro de la tienda y á los pocos instantes volvieron á salir los audaces guerreros, tintas en sangre las espadas y llevando Tristán á cuestas el cuerpo ricamente ataviado de un hombre desvanecido ó muerto, que en un abrir y cerrar de ojos quedó asegurado sobre el caballo de repuesto. Poco costó al barón y sus soldados, una vez montados, dispersar á los pajes y servidores del rey que los rodeaban, y se lanzaron al galope en dirección á la colina donde esperaban refugiarse.

El inesperado y furioso ataque de Guillermo Fenton con sus cuatrocientos arqueros había llevado á medio campamento una confusión espantosa y sembrado la muerte á su paso. Multitud de jinetes castellanos corrían en todas direcciones, sin hallar al enemigo, confundiéndolo en la obscuridad con sus aliados los franceses. En tanto el barón, Roger y los dos arqueros con su cautivo salían del campo por otro lado, sin hallar á su paso más que dos á tres grupos de soldados, que sorprendieron y dispersaron fácilmente. Los pocos que dieron en perseguirlos retrocedieron á toda prisa al llegar á la cañada y oir las cornetas y atabales que allí tocaban furiosamente los veinte arqueros emboscados al efecto. Los perseguidores, como lo había previsto el barón, creyeron que una gran fuerza inglesa, quizás todo el ejército del Príncipe Negro, había tomado posesión de aquellas alturas. Lo mismo sucedió cuando poco después llegaron á escape y perseguidos los jinetes mandados por Sir Guillermo Fenton, sin que el enemigo se atreviera á continuar la persecución en la espesura, donde evidentemente se hallaban emboscados los ingleses en considerable número.

—¡Contemplad mi conquista, Morel! gritó apenas llegado Oliver de Butrón, agitando sobre su cabeza un enorme jamón que había arrebatado al enemigo. Os convido, amigo barón, aunque es lástima que no tengamos una botella de buen vino con que rociarlo....

—Más tarde hablaremos, Oliver, dijo el barón jadeante. Por ahora lo que importa es marchar á toda prisa hacia el Ebro, por lo más cerrado del bosque.

—¡Paciencia! dijo el señor de Butrón. Pero ¿quién es ese individuo que ahí traéis?

—Un prisionero que acabo de hacer en la tienda real y que á juzgar por su ropaje y el escudo con las armas de Castilla bordado sobre el pecho espero sea el mismísimo rey Don Enrique.

—¡El rey! exclamaron asombrados sus oyentes, rodeando al desconocido.

—Os engañáis, barón, dijo Fenton, que miraba atentamente al cautivo. Dos veces he visto al de Trastamara y este hombre en nada se le parece.

—Pues entonces ¡por el cielo! juro volver ahora mismo al campo y traerme al rey, vivo ó muerto.

—Sería una temeridad inútil, barón. El campo enemigo está todo sobre las armas. ¿Quién sois vos? preguntó bruscamente Fenton en castellano, dirigiéndose al desconocido. ¿Y cómo no siendo el rey ostentáis el escudo de Castilla?

El prisionero había vuelto en sí del desmayo que le ocasionaran los vigorosos puños de Tristán, que le habían apretado el pescuezo sin compasión ni miramientos.

—Formo parte, dijo, de la guardia de nobles encargados de velar por la persona del rey. Mi soberano se hallaba por fortuna en la tienda destinada á Duguesclín cuando vos me sorprendisteis. Soy Don Sancho de Penelosa, caballero aragonés al servicio de su alteza Don Enrique de Castilla y pronto estoy á pagar el rescate que se me exija.

—Guardaos en buenhora vuestro dinero, dijo el barón, profundamente disgustado con el fracaso de su atrevida empresa. Libre estáis. Decid á vuestro señor que un noble inglés, el barón León de Morel, ha hecho esta noche todo lo posible, aunque inútilmente, por ofrecerle sus respetos en persona. Otra vez será. ¡Y ahora, amigos míos, á caballo y en marcha! Había creído poder quitarme esta noche el parche que cubre mi ojo, pero por lo visto tengo que llevarlo puesto algún tiempo todavía. ¡En marcha!

CAPÍTULO XXXII DONDE EL SEÑOR DE MOREL CUMPLE SU VOTO
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