CAPÍTULO XXIII LAS JUSTAS DE BURDEOS

CAPÍTULO XXIV

DE CÓMO EL ESTE ENVIÓ UN FAMOSO CAMPEÓN

DICHO queda que las grandes justas de Burdeos, para las cuales era estrecha y de todo punto inadecuada la plaza frontera á la abadía de San Andrés, se celebraban extramuros, en la vasta llanura inmediata al río. Al este de aquella se elevaba el terreno, cubierto de verdes viñedos en verano, por entre los cuales serpenteaba el camino que conducía al interior, muy frecuentado de ordinario pero solitario aquel día en que todos, así viajeros como habitantes de la ciudad, formaban parte de la multitud espectadora.

Mirando en la dirección de aquel camino hubiera podido verse, aun mucho antes de terminar el combate, dos puntos brillantes y móviles que fueron acercándose hasta mostrar al observador que procedían del reflejo del sol sobre los cascos de dos jinetes que se adelantaban al galope en dirección á Burdeos. Era el primero de ellos un caballero armado de punta en blanco, que montaba brioso corcel negro con blanca estrella en la frente. Parecía el jinete de corta estatura pero robusto y ancho de hombros, y llevaba calada la visera, sin empresa ni blasón sobre el blanco arnés ni el liso y bruñido escudo. El otro era evidentemente su escudero, sin más armas ofensivas ni defensivas que su yelmo y la poderosa lanza de su señor, que empuñaba con la diestra mano. En la izquierda, además de las riendas de su propia montura, tenía también la brida de un soberbio alazán con lujosos paramentos que le llegaban hasta los corvejones. Llegados ambos jinetes con los tres caballos á la entrada del palenque, dió el escudero aquel vibrante toque que tanto sorprendió á los espectadores.

—¿Quién es ese caballero, Chandos, y qué desea? preguntó el príncipe Eduardo.

—Á fe mía, replicó el canciller con no disimulada sorpresa, que ó mucho me engaño ó es un noble francés.

—¡Francés! exclamó Don Pedro de Castilla. ¿Qué os induce á creerlo si no lleva blasón ni divisa que lo acredite?

—Me basta mirar la forma de su armadura, señor, más redondeada en el codo y las hombreras que cuantas proceden de Inglaterra ó de España. También podría ser arnés de fabricación italiana, sin la curva especial del peto; y cuanto más lo miro más seguro estoy de que ese coselete ha sido hecho por artífices de la parte de acá del Rin. Pero aquí viene su escudero y no tardará Vuestra Alteza en saber qué lo trae por estos rumbos.

Llegado el escudero ante el príncipe detuvo su caballo, tocó por segunda vez la bocina que llevaba suspendida del cinto y dijo con sonora voz y marcado acento bretón:

—Vengo como heraldo y escudero de mi señor, noble y esforzado caballero y súbdito fiel del muy poderoso rey Carlos de Francia. Sabedor de que se celebraban estas justas, solicita mi señor la honra de medir sus armas con un caballero inglés que quiera aceptar su reto, ya rompiendo lanzas, ya combatiendo con espada y daga, maza ó hacha de armas. Y me ha ordenado muy expresamente declarar que su cartel va dirigido tan sólo á los nobles caballeros ingleses, no á los que sin serlo, ni ser tampoco buenos franceses, hablan la lengua de éstos y sirven bajo la bandera de aquéllos.

—¡Osado sois, voto á tal! exclamó el de Clisón con voz tonante, á la vez que otros señores gascones llevaban la mano á la espada.

—Mi señor, continuó el enviado sin hacer caso de las palabras de uno ni del ademán amenazador de los otros, está pronto á justar desde luego, á pesar de que su caballo de batalla acaba de recorrer largo trecho sin descanso, pues temíamos llegar tarde al torneo.

—Tarde habéis llegado, en efecto, repuso el príncipe, pues sólo falta adjudicar el premio á los vencedores. Pero no dudo que entre estos caballeros míos los habrá dispuestos á complacer al campeón de Francia.

—Y cuanto al trofeo, dijo el barón de Morel, seguro estoy de interpretar los deseos de estos señores al declarar que le será entregado, á pesar de su tardanza, si logra ganarlo en buena lid.

—Llevad, escudero, ambas respuestas á vuestro amo, dijo el príncipe, y pedidle que nombre á uno de los cinco mantenedores ingleses que han justado hoy para romper lanzas con él. Un momento; ese caballero no lleva blasón ni divisa y necesitamos conocer su nombre.

—Mi señor ha hecho voto de no revelar su nombre ni alzar la celada hasta pisar de nuevo la tierra de Francia.

—Pero entonces ¿qué garantía tenemos de que no es un rústico diestro en el manejo de las armas, ó un palafrenero disfrazado con el arnés de su amo, cuando no un noble deshonrado con quien no se dignaría combatir ninguno de mis caballeros?

—¡No hay tal, señor, lo juro por lo más sagrado! dijo el escudero con vehemencia. Antes bien declaro que no hay en el mundo caballero que no se tenga por muy honrado en cruzar la espada con quien aquí me envía.

—Arrogante es la respuesta del escudero, dijo el príncipe, pero mientras no nos déis mejores pruebas de la noble calidad de vuestro amo, no consiento que con él justen las mejores lanzas de mi corte.

—¿Rehusa Vuestra Alteza?

—Rehuso resueltamente.

—En tal caso, señor, el mío me ha autorizado para revelar secretamente su nombre al muy ilustre señor de Chandos, y sólo á él, para que declare si Vuestra Alteza misma podría ó no romper lanzas con mi señor, sin el menor desdoro.

—Acepto la propuesta, dijo vivamente el príncipe.

Acercóse Chandos al escudero, díjole éste algunas palabras al oído y el anciano canciller hizo un ademán de profunda sorpresa, á la vez que miraba con curiosidad é interés evidentes al inmóvil caballero que á distancia esperaba el resultado de aquellas negociaciones.

—¿Será posible? exclamó.

—Es la pura verdad, señor, dijo el escudero. Lo juro por San Iván de Bretaña.

—Debí sospecharlo, agregó Chandos retorciendo los largos bigotes y mirando fijamente al apartado caballero.

—¿Qué decís, Chandos? preguntó el príncipe.

—Señor, una gracia os pido. Permitid á mi escudero que me traiga arnés para revestirlo y tener la alta honra de cruzar la espada con el campeón francés.

—Poco á poco, mi buen Chandos. Tenéis, y muy bien ganados, cuantos lauros puede conquistar un hombre y hora es ya de que descanséis. Escudero, decid á vuestro amo que es muy bienvenido á mi corte, y que si gusta de tomar algún descanso y refrescar en mi compañía antes de la justa, pronto estoy á obsequiarle.

—Perdonad, señor, no puede beber con Vuestra Alteza.

—Que designe, pues, al caballero de su elección.

—Desea justar con los cinco mantenedores ingleses, y con las armas que cada uno de ellos prefiera y elija.

—Grande es su confianza, á lo que veo. Pero no es bien prolongar su espera ni tenemos ya mucho tiempo disponible, pues el sol se acerca al ocaso. Á vuestros puestos, caballeros, y veamos si este desconocido iguala con la alteza de sus hechos la arrogancia de sus palabras.

Mientras duraron aquellos preliminares permaneció el incógnito campeón inmóvil como una estatua de acero, erguido en la silla de su caballo de batalla y apoyado en la robusta lanza. El ojo experto de nobles y soldados adivinaba un adversario temible en aquel hombre de atléticas formas é imponente aspecto. El arquero Simón, que figuraba en primera línea con Reno, Tristán y otros camaradas, no escaseaba sus comentarios más encomiásticos sobre el talante del desconocido y la maestría con que momentos antes había manejado caballo y lanza. Á fuerza de mirarle pareció despertarse un confuso recuerdo en la memoria del veterano.

—Apuesto los bigotes del gran turco, dijo contrayendo las cejas, á que yo he visto antes al buen mozo ese, aunque no recuerdo dónde. ¿Fué en Nogent, fué en Auray? Lo que os digo, muchachos, es que estáis mirando á una de las primeras lanzas de Francia, y cuenta que mejores no las hay en el mundo y que yo sé lo que me digo.

—Pues yo digo que todos estos torneos y melindres son pura niñería, gruñó Tristán de Horla. ¡Por la cruz de Gestas! No sino dejad que me vinieran á mí con lancitas y puyazos....

—¿Pues cómo combatirías tú, Tristán? preguntaron algunos.

—Varios modos hay de hacerlo, replicó el gigante reflexionando; pero me parece que yo empezaría por romper mi espada.

—Eso es lo que todos procuran hacer.

—¡Ah, no! Pero es que yo no la rompería tontamente sobre el escudo del otro, sino contra mi rodilla. Y así convertiría lo que no es más que un pincho inútil en una buena maza.

—¿Y después?

—Dejaría que el otro me clavase su espadín en una pierna ó en el brazo, ó donde mejor le pareciese y luego y con toda calma le estrellaría los sesos con mi maza.

—¡Bravo, Tristán! Vamos, que daría yo mi cobertor de pluma por verte suelto en la liza. ¡Bonita manera de justar la tuya! exclamó Simón.

—Pues á mí me parece la mejor, dijo muy serio Tristán. Ó si no, agarraría yo al otro por la cintura, lo arrancaría de la silla quieras que no y me lo llevaría á mi tienda para no soltarlo hasta que me pagase un buen rescate.

Grandes carcajadas acogieron aquella salida del valiente arquero y Simón prometió hacer todo lo posible para que nombrasen á Tristán rey de armas y pudiese llevar á la práctica sus peregrinas ideas sobre justas y torneos.

—Allí viene Sir Guillermo Beauchamp, dijo Reno. Valiente caballero, pero temo que no pueda resistir el bote que promete darle la lanza del francés.

Y así fué, porque si bien Beauchamp asestó á su contrario fuerte golpe en el yelmo, recibió en cambio tan furiosa lanzada que lo sacó de la silla y lo hizo rodar por el suelo. No tuvo mejor suerte el de Percy, que sacó roto el escudo y desguarnecido el brazo izquierdo, amén de una ligera herida en el costado. Abercombe dirigió su lanza á la cabeza del desconocido y éste le imitó, manteniéndose firme y erguido en la silla después del choque, al paso que el inglés quedó doblado hacia atrás, medio caído sobre la grupa del caballo, que recorrió la mitad del campo antes de que el jinete recobrase su posición normal. Leiton cayó á los golpes de maza del francés, arma elegida por el primero; sus servidores lo llevaron en brazos á su pabellón. Aquellas rápidas victorias sobre cuatro famosos guerreros llenaron de admiración á los espectadores, y así los soldados como las gentes del pueblo le prodigaron sus aplausos.

—Temible campeón, comentó el príncipe; pero ya se adelanta el bravo de Morel, á pie y espada en mano, arma en que es quizás el más diestro de nuestro reino.

Los combatientes se acercaron llevando al hombro y asidas con ambas manos las enormes espadas de combate. La lucha fué empeñada y brillante; se atacaban con denuedo y se defendían con destreza increíble, menudeando los golpes formidables que resonaban al chocar las espadas entre sí ó sobre los fuertes arneses. Por fin levantó el francés su arma para descargar un tajo decisivo, pero aquel momento bastó para que el barón descubriera un punto vulnerable en la armadura del contrario, y pronta como el rayo se clavó su espada en el brazo del francés, en la unión de aquél con el hombro. Poco profunda fué la herida, pero bastó para hacer brotar la sangre, que trazó roja línea sobre el bruñido peto. Aunque el desconocido parecía dispuesto á continuar la lucha, el rey de armas lanzó su dorado bastón á la liza y los combatientes bajaron las espadas.

El príncipe dispuso inmediatamente que invitasen al campeón francés á permanecer algún tiempo en su corte, y si esto no fuera posible, á sentarse á su mesa aquella noche y descansar algunas horas en Burdeos. Oyó el caballero el cortés mensaje y se dirigió al trote de su corcel hacia la tribuna regia, vendado el hombro con blanco pañuelo de seda.

—Señor, dijo con firme voz, saludando al príncipe; no puedo sentarme á vuestra mesa. Francés soy y por ende enemigo vuestro. El día más feliz de mi vida será aquel en que vea desaparecer en el horizonte la última de las galeras inglesas, llevándose al último de los soldados extranjeros que hoy pisan y dominan parte de esta tierra de Francia. Duras os parecerán mis palabras, pero os lo repito, soy vuestro enemigo.

—Y por las muestras que hoy habéis dado, un enemigo valeroso y temible. El rey de Francia puede enorgullecerse de tener servidores como vos. Pero vuestra herida....

—Es insignificante y mi caballo puede hacer muy bien la jornada de vuelta, que emprenderé ahora mismo. Con Dios quedad; y saludando de nuevo se dirigió al galope á la entrada del palenque y desapareció seguido de su escudero.

—Valiente, patriota y altivo, exclamó el príncipe. Tengo para mí que el justador desconocido de hoy es un gran guerrero francés.

—No lo dudéis, señor, dijo Chandos, y de los más famosos.

CAPÍTULO XXV DE UNA CARTA Y UNAS RELIQUIAS
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