CAPÍTULO XXVII VISIÓN PROFÉTICA

CAPÍTULO XXVIII

ATAQUE Y DEFENSA DEL CASTILLO DE VILLAFRANCA

MUY tarde era cuando Roger pudo retirarse á descansar, no sin dejar antes cómodamente instalado al barón en la habitación que le había sido destinada. La suya, situada en el piso segundo de la feudal morada, contenía un pequeño lecho para él y tendidos en el suelo dos colchones en los que al entrar Roger dormían y roncaban Simón y Tristán. Rezaba el joven sus oraciones cuando oyó un discreto golpe dado á la puerta y casi en seguida entró Gualtero con un candil, pálido el rostro y temblorosas las manos.

—¿Qué ocurre, amigo? le preguntó prontamente Roger.

—Apenas sé qué decirte. Me asaltan los más tristes presentimientos y tiemblo sin saber por qué. ¿Te acuerdas de Tita, la hija del artista de Burdeos? Yo la requerí de amores allá en la calle de los Apóstoles y le dí una sortija de oro que me prometió llevar siempre en recuerdo mío. Al despedirnos me dijo que su pensamiento me seguiría en las guerras y que mis peligros serían también los suyos propios.... Pues acabo de verla.

—¡Bah! Estás sobreexcitado con las profecías y los espasmos de mi señora Duguesclín y se te antojan los dedos huéspedes.

—Te digo que la he visto ahora mismo, al subir la escalera, tan distintamente como veo á esos dos arqueros dormidos. Tenía los ojos anegados en lágrimas y sus manos se adelantaban como para protegerme....

—Mira, Gualtero, es tarde y necesitas descansar. ¿Dónde está tu cuarto?

—En el próximo piso. Queda precisamente sobre éste. ¡La santa Virgen nos proteja!

Oyó Roger las pisadas de su amigo en la escalera, y dirigiéndose después á la ventana contempló el paisaje iluminado por la luna. Por aquella parte del castillo se extendía una ancha faja de terreno cubierto de menuda hierba y algo más lejos dos bosquecillos separados por un espacio descubierto en el que sólo crecían algunos matorrales, plateados por los rayos de la luna. Mirábalos Roger distraído, cuando vió que un hombre salía lentamente de entre los árboles de la derecha y cruzando con rapidez el claro, inclinándose como si quisiera ocultarse, desapareció en el bosquecillo de la izquierda. Tras él pasó otro y después otro, y luego muchos más, solos ó en grupos, llevando no pocos de ellos unos grandes bultos asegurados á la espalda. Absorto quedó el joven escudero por un momento, pero muy pronto se inclinó y tocó ligeramente el hombro de Simón.

—¿Quién va? exclamó el arquero levantándose de un salto. ¡Hola, mon petit! Creí que nos sorprendía el enemigo. ¿Qué me quieres?

Llevóle Roger á la ventana y díjole lo que acababa de ver.

—Mira, mocito, fué la contestación del veterano; en este endemoniado país yo ya no me admiro de nada. Á bien que hay en él más tunantes que conejos en los sotos de Hanson, gentes desalmadas todas, que se pasean de noche porque si lo hicieran de día no tardaría en echarles mano el verdugo. ¡Mala centella los parta y á dormir se ha dicho! Pero antes no estará de más correr este cerrojo, que estamos en casa extraña. Acuéstate y duerme.

Con esto se tendió el arquero en su jergón y á los dos minutos dormía profundamente. Imitóle Roger, pensó que serían ya cerca de las tres de la mañana y dormitando se hallaba cuando le pareció que alguien empujaba y hacía crujir la puerta del cuarto, procurando en vano abrirla. Púsose á escuchar sobresaltado y oyó pasos cautelosos que se alejaban de su puerta y continuaban escalera arriba. Poco después resonó algo como un grito ahogado, como un lamento de agonía y cuando Roger se disponía á saltar del lecho, dirigió la vista á la ventana y quedó casi paralizado de terror. Un cuerpo humano se balanceaba lentamente ante el hueco de la ventana y de la parte exterior del muro. Pendía de una cuerda anudada al cuello y fija evidentemente por el otro extremo en la ventana del piso superior. Una atracción irresistible obligó á Roger á saltar del lecho y acercarse, á tiempo que la luz de la luna daba de lleno en el rostro del ahorcado. Era Gualtero de Pleyel, cobardemente sorprendido y asesinado. Al tremendo grito de sorpresa y de dolor que lanzó Roger se despertaron sobresaltados los dos arqueros.

—El pedernal y la yesca, pronto, dijo Tristán con reposada voz. Esta luz de luna es cosa de espectros. Aquí está el candil y ahora nos veremos las caras.

—Es el pobre Pleyel, no hay duda, gruñó Simón. ¡Pero que me aspen si no le ajusto yo las cuentas á este senescal de los demonios por la manera que tiene de tratar á sus huéspedes!

—No, no, Simón, los asesinos son aquellos bandidos ocultos en el bosque de que te hablé antes. Y el barón, sabe Dios qué suerte le habrá cabido. Vuelo á su lado....

—Un momento, camarada, que yo soy perro viejo y sé cómo se hacen estas cosas. Lo primero es poner mi casco en la punta del arco. Tú abres la puerta lentamente y yo presento el cebo á esos canallas, si por ventura están ahí esperando degollarnos.

Así lo hicieron, y no bien se abrió la puerta y asomó por ella el almete, recibió éste un tremendo tajo y estallaron los gritos de los asesinos. Pero antes de que pudieran repetir el golpe brilló la espada de Simón, y uno de sus enemigos cayó atravesado de parte á parte.

—¡Adelante! ¡Seguidme, y á ellos! gritó Simón, y abriendo de par en par la puerta se lanzaron los tres ingleses fuera del cuarto, atropellando violentamente á dos hombres que hallaron á su paso y bajando las escaleras á toda prisa.

Los gritos partían del piso inferior, cuyo vestíbulo iluminaban vivamente algunas antorchas clavadas en los trofeos que adornaban sus paredes. Frente á una de las tres puertas que daban al vestíbulo veíanse los ensangrentados cadáveres del senescal y de su esposa, ésta con la cabeza separada del tronco y aquél atravesado el cuerpo por una pica. Junto á ellos, muertos también, tres servidores del castillo, destrozados é informes como si hubiera caído sobre ellos una manada de lobos. En la puerta inmediata, Duguesclín y el barón de Morel, á medio vestir y mal armados, tenían á raya á los asesinos; en los ojos de ambos guerreros brillaba con luz siniestra el fuego del combate y ante ellos se amontonaban los cadáveres enemigos. Un numeroso grupo de hombres andrajosos, con horrendos visajes y armados de picas, hoces y chuzos, arremetía de nuevo contra los dos caballeros, que hacían prodigios de valor y destreza, en el momento en que les llegó el refuerzo de Roger y los dos arqueros, cuyas espadas abrieron sangriento camino en la vocinglera turba. Retrocedió ésta con gritos de rabia, uniéronse y adelantáronse los cinco defensores del castillo y no tardó en quedar libre de enemigos el vestíbulo. Tristán se apoderó de los dos últimos y los lanzó escaleras abajo, sobre las cabezas de sus compañeros.

—¡No los sigáis! gritó Duguesclín. Si nos separamos estamos perdidos. Poco me importaría morir matando, pero tengo que proteger á mi pobre esposa. ¿Qué nos aconsejáis, barón?

—Para consejos estoy yo, que todavía no sé á qué viene ni qué significa esta matanza.

—Son esos perros bandidos del bosque, la ralea peor que se conoce en la tierra. Se han apoderado del castillo. Mirad por esa ventana.

—¡El cielo me valga! Hay más de un millar dentro de la fortaleza y sobre las murallas. En aquel grupo con antorchas están descuartizando á un arquero. Allí arrojan á otro desde el muro. Por las abiertas puertas entran ahora muchos con grandes haces de leña y ramaje....

—Justo, para pegar fuego al castillo.

—¡Quién me diera ahora mi Guardia Blanca! Pero ¿dónde está Gualtero?

—Ha sido asesinado, señor.

—¡Dios acoja su alma! Y ahora, á defendernos y sobretodo á defender á una dama que necesita de todo nuestro esfuerzo. Aquí llega quien quizás pueda servirnos de guía por estos corredores y aun conducirnos fuera de la fortaleza.

—En la cual no tardaremos en morir asados si no la dejamos pronto, agregó Duguesclín.

Los que llegaban bajando los escalones de cuatro en cuatro eran un escudero francés y el caballero bohemio, con una herida en la frente el último.

—Habla, Godofredo, dijo Duguesclín al escudero. ¿Conoces alguna salida libre?

—La única es el subterráneo secreto que da al campo y por él han entrado esos bandidos con el auxilio de algún traidor dentro de la fortaleza. El caballero hospitalario, que venía delante de nosotros, cayó muerto allá arriba de un hachazo en el cráneo. La servidumbre y la guarnición han sido pasadas á cuchillo. Somos los únicos que han escapado con vida hasta ahora. En mi opinión el único recurso es refugiarnos en la torre, cuyas llaves véis allí, pendientes del cinto de mi infortunado señor. Una vez en ella podremos defender con más ventaja la estrecha escalera; los muros de la torre son gruesos y el fuego tardará mucho en consumirlos. Con tal que podamos conducir á la dama....

—Iré yo misma, se oyó decir á la noble señora, que apareció pálida y grave á la puerta de la habitación que con su esposo ocupara aquella noche fatal. Estoy acostumbrada á los azares de la guerra, y si vuestra protección, valientes caballeros, fuese insuficiente, jamás caeré viva en manos de esos malvados.

Al decir esto, mostró en su diestra agudísima daga.

—Leonor, dijo Duguesclín, os he amado siempre, pero en este instante más que nunca. Si la Virgen nos permite protegeros, hago voto de ofrecer una corona de oro á Nuestra Señora de Rennes. ¡Adelante, amigos!

Los asaltantes, cansados de matar, se dedicaban al saqueo. Sólo un grupo bastante numeroso atizaba el fuego y observaba en silencio los progresos del incendio. Al pie de la escalera tortuosa por donde los guió el escudero francés hallaron los fugitivos á un desarrapado centinela, de quien dió pronta cuenta una flecha disparada por la segura mano de Simón. Pequeña puerta los separaba del gran patio del castillo y al otro lado de ella se oían las voces y carcajadas de multitud de enemigos, ebrios de sangre y enloquecidos con su triunfo. Aun el hombre más animoso hubiera vacilado antes de salvar aquella frágil barrera, pero Duguesclín puso fin á toda indecisión abriendo de golpe la puertecilla.

—¡Hacia la torre, á la carrera! gritó. ¡Los dos arqueros delante, mi esposa entre los dos escuderos y los señores de Reiter y Morel á retaguardia, para contener á esa gentuza!

Así lo hicieron y con tanta rapidez que habían recorrido ya la mitad del gran patio del castillo, antes de que los sorprendidos villanos comenzaran á atacarlos. Los arqueros derribaron en un abrir y cerrar de ojos á los pocos que se pusieron en su camino, y los que llegaron á perseguirlos de cerca mordieron el polvo, atravesados por las temibles espadas de los tres nobles. Llegaron sin tropiezo á la puerta de la torre y el escudero francés, que procuraba abrirla, lanzó de repente un grito de angustia y desesperación.

—¡Esta no es la llave! exclamó, y fuera de sí dió dos pasos en dirección del ala del castillo que acababan de dejar, como si quisiera ir á pedir al cadáver de su señor la llave salvadora.

En aquel momento un hercúleo campesino lanzó contra él enorme piedra, que le dió de lleno en la cabeza y lo tendió sin sentido á los pies del barón.

—¡Esta es para mí la mejor llave! rugió Tristán; y levantando la pesada roca la lanzó á su vez con irresistible fuerza contra la puerta de la torre.

Un momento después acababa de echarla abajo el gigantesco arquero y los fugitivos entraron por fin en aquel momentáneo refugio.

—¡Vos arriba, señora! exclamó el barón indicando á Doña Leonor la escalera de piedra, en tanto que Duguesclín y sus compañeros derribaban malheridos á los cuatro agresores más próximos.

Los demás retrocedieron vociferando y amenazadores siempre, pero quedándose á prudente distancia, después de destrozar el cuerpo del infeliz escudero; acto de crueldad que vengó Tristán abalanzándose sobre la chusma y asiendo con sus nervudas manos á dos villanos, cuyas cabezas golpeó una contra otra con fuerza tal que ambos quedaron tendidos en el suelo, sin dar señales de vida.

—Ahora organicemos la defensa de la torre, dijo Duguesclín. El barón y yo al pie de la escalera; Inglaterra y Francia pelearán hoy juntas contra el enemigo común. El señor Otón de Reiter y el joven escudero de Morel ahí, en el primer escalón; los arqueros algo más arriba, para que puedan manejar sus arcos. ¡Atención!

Á la primera señal de ataque por parte de la furiosa multitud se oyeron silbar dos flechas, lanzadas por Tristán y Simón, y los dos que parecían jefes de los bandidos quedaron revolcándose en su sangre á la entrada de la torre. Otros dos tuvieron igual suerte y entonces los sitiadores desesperados se lanzaron en tropel al ataque. Poco hubiera durado la resistencia sin la estrechez de la puerta y de la escalera, que impedían los movimientos del enemigo, en tanto que cuatro espadas incansables hacían tremendo estrago en aquella apretada masa de hombres mal armados. Porfiada fué la lucha, pero terminó con la retirada del enemigo, no sin que los sitiados tuvieran que deplorar la muerte de Reiter, el caballero bohemio, á quién alcanzó en la cabeza un golpe de maza.

—Primera etapa, dijo tranquilamente Duguesclín. Parece que por ahora tienen bastante.

—Y no deja de haber entre esos perros algunos muy valientes y que se baten bien, comentó el señor de Morel. Pero ¿qué hacen ahora?

—¡Nuestra Señora de Rennes nos valga! dijo el paladín francés. Se proponen pegar fuego á la torre y asarnos en ella. Me lo temía. Duro en ellos, arqueros, que ahora de nada nos sirven nuestras espadas.

Una docena de sitiadores se adelantaron escudándose con enormes haces de leña y ramas secas, que colocaron contra los muros. Otros les pegaron fuego con antorchas y pronto estuvo la torre rodeada en su base por un círculo de llamas. El humo obligó á sus defensores á refugiarse en el primer piso, pero pronto empezaron á arder las tablas del suelo, se llenó de humo espeso aquella estancia y á duras penas pudieron subir sin ahogarse el último tramo y llegar á lo más alto de la torre.

Imponente era el cuadro que desde aquella elevación se divisaba. Prados y bosque iluminados dulcemente por la luz argentada de la luna; oíase á lo lejos el tañido penetrante de una campana; á un lado de la torre se desmoronaban los muros del castillo, presa de las llamas, y al pie de su último refugio agitábase con ademanes furiosos y roncos gritos la multitud de sus enemigos.

—¡Por el filo de mi espada! exclamó Simón. Paréceme, amigo Tristán, que de este viaje no veremos á España; ni tampoco mi cobertor de pluma, que por fortuna se halla en buenas manos. Trece flechas me quedan y que me ahorquen si una sola de ellas no da en el blanco. La primera para el maldito aquel que agita el manto de seda de la pobre castellana. ¡Ensartado por la cintura, un palmo más abajo de lo que yo esperaba! Número dos: regalo de despedida al condenado aquel que lleva una cabeza clavada en la pica. Ya está tendido panza arriba. ¡Buen flechazo también el tuyo, Tristán! Has hecho caer á ese buen mozo de narices en el fuego. ¡Allá va otra!

Mientras ambos arqueros se despachaban á su gusto, Duguesclín y su esposa consultaban con el barón y Roger, y reconocían lo desesperado de su situación.

—Por ella lo siento, decía el famoso guerrero francés.

—No te apesadumbre mi suerte, contestó la amante y valerosa dama, que pues la muerte me amenaza, nunca tan bienvenida como recibiéndola contigo á mi lado.

—Bien, señora, dijo el barón; esa es sin duda la respuesta que en iguales circunstancias me hubiera dado mi inolvidable esposa, para quien son mis últimos pensamientos.

—¿Qué es esto, señor barón? exclamó en aquel momento Roger con fuerte voz, desde el lado opuesto de la terraza.

—¿Esto? ¡Por San Jorge! dijo el barón acudiendo presuroso, un montón de proyectiles para bombardas. Y aquí está la caja de hierro destinada á la pólvora. Ahora veréis el destrozo que vamos á hacer en la canalla. Tú, Tristán, levanta esa caja y ponla sobre el parapeto. Y tú, Simón, alza la tapa. Bien, está casi llena. Ahora dejad caer la caja al pie de la torre, entre las llamas.

No bien quedó cumplida la orden resonó una detonación espantosa. La torre tembló y quedó cuarteada, amenazando desplomarse de un momento á otro. Los sitiados, pálidos y mudos de terror, se asieron al parapeto y contemplaron los estragos de la explosión. Desde el pie de la torre hasta una distancia de cincuenta varas se veía una masa confusa de cuerpos destrozados, de heridos que lanzaban pavorosos gritos, muchos de ellos envueltos por las llamas que consumían sus harapos. Más allá de aquella escena de destrucción numerosos grupos de gentes aterrorizadas que huían á todo correr, ansiosos de alejarse cuanto antes de la funesta torre y de sus temibles defensores.

—¡Una salida, Duguesclín! gritó el barón. Aprovechemos su confusión para salir de aquí y huir si posible es.

Dicho esto desenvainó la espada y comenzó á bajar rápidamente la escalera, seguido de sus compañeros, pero antes de llegar al piso inmediato se detuvo, con el desaliento reflejado en el rostro.

—¿Qué pasa?

—Mirad. La explosión ha derribado la pared, cuyos escombros interceptan por completo la escalera. Y más abajo el fuego continúa minando la torre.

—Estamos perdidos, dijo Duguesclín.

Volvieron todos lentamente á la terraza superior y apenas llegados lanzó Simón una exclamación de alegría.

—¡Albricias! exclamó. ¿Oís? Es el canto de guerra de la Guardia Blanca. Antes de bajar me pareció oirlo también como un eco lejano, pero no estaba seguro de ello. Nuestros amigos llegan. ¡Oid!

Todos se pusieron á escuchar. La duda no era posible. Del valle se elevaba un canto marcial y sonoro, más grato para los sitiados que la más armoniosa melodía.

—¡Allí, allí! prosiguió Simón. Vedlos que salen del bosque y toman el camino del castillo. Han visto las llamas y también la turba de esos condenados y cantan como siempre que la Guardia Blanca se prepara á dar y recibir testarazos. ¡Ah, valientes! ¡Á mí, Yonson, Roldán, Vifredo!

—¿Quién va? preguntó una voz potente.

—¡Simón Aluardo, voto á bríos, que no quiere morir asado! ¡Y aquí en la torre tenéis también una dama á quien rescatar, junto con vuestro capitán el barón de Morel! ¡Pronto, bergantes! ¡La flecha y la cuerda, Vifredo, como en el sitio de Maupertuis!

—¡Viva Simón! se oyó gritar á los arqueros y poco después la voz de Vifredo, que decía: ¿Estás pronto, camarada?

—¡Tira! contestó Simón.

El arquero tendió su arco y la flecha cayó dentro del parapeto. Atado á su extremo tenía un largo bramante del que Simón se apoderó con avidez.

—¡Salvados! dijo, y luégo inclinándose hacia sus camaradas, gritó: ¡Atad ahora la cuerda, larga y fuerte!

Á los pocos momentos tenía en sus manos la gruesa cuerda salvadora. Con su auxilio bajaron primero á la noble dama y no tardaron en verse todos al pie de la torre, rodeados de los valientes arqueros de la Guardia Blanca.

CAPÍTULO XXIX EL PASO DE RONCESVALLES
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