CAPÍTULO XXVI DONDE SE AVERIGUA QUIÉN ERA EL MISTERIOSO PALADÍN

CAPÍTULO XXVII

VISIÓN PROFÉTICA

TRISTÁN de Rochefort, senescal de Auvernia y señor de Villafranca, había encanecido peleando contra los invasores ingleses y desde que se firmó la paz no había tenido punto de reposo, persiguiendo á las partidas de aventureros, salteadores y vagos que infestaban la comarca de su mando. De aquellas excursiones regresaba unas veces vencedor, con una docena de prisioneros que no tardaban en aparecer ahorcados sobre los muros de la fortaleza; y otras se le veía volver huyendo y perseguido de cerca por desertores y bandidos de todas razas y cataduras. Odiado por sus enemigos, lo era también por los mismos á quienes gobernaba y defendía, pues aparte de su dureza y despotismo no le perdonaban los azotes y las torturas con que les había obligado á pagar su propio rescate, las dos veces que los ingleses lo habían hecho prisionero.

Su residencia era una sombría fortaleza de sólidas murallas y con alta torre almenada en su centro. Numerosa era la guardia que nuestros viajeros hallaron á la puerta del castillo, pero la doble águila de Duguesclín ofrecía por entonces el mejor salvoconducto para viajar en aquella turbulenta región y era también llave de oro capaz de abrir todas las fortalezas de Francia. El noble veterano acudió presuroso á recibir á su amigo y compañero de armas; y fué grande su júbilo al saber que el acompañante de Duguesclín no tardaría en librar al país de aquellos endemoniados arqueros ingleses que más de una vez habían puesto en fuga á los soldados del senescal enviados contra ellos.

Una hora después tomaban asiento en torno de la bien servida mesa los tres nobles guerreros y las damas de Duguesclín y Rochefort, alegre y amable esta última y mucho más joven que su dueño y señor; otros dos huéspedes del senescal eran Amaury de Monticourt, de la orden de los Hospitalarios y Otón Reiter, caballero bohemio de gran fama, y también tomaron asiento con sus señores cuatro escuderos franceses, los dos de Morel, Roger y Gualtero y el capellán de la fortaleza. Larga y alegre fué la cena, sin que uno siquiera de los comensales se acordase de los rencorosos y hambrientos pecheros que en aquellos mismos instantes, ocultos entre la maleza, contemplaban desde lejos y con ideas de venganza y muerte las ventanas iluminadas del castillo.

Levantados los manteles, tomaron cómodo asiento los huéspedes del senescal en torno de un gran fuego, porque estaba la noche desapacible y fría. El señor de Rochefort manifestó como de costumbre el desprecio que le inspiraban los que él llamaba guardadores de cerdos y soeces villanos; defendió el bondadoso capellán á las pobres gentes del pueblo; comentóse la osadía creciente de los pecheros y su menguante respeto por los privilegios de la nobleza y en amena plática pasaron agradablemente las horas. Rato hacía que Roger contemplaba con interés y no sin alguna alarma el rostro de la noble esposa de Duguesclín, que hundida en su sillón parecía últimamente ajena á cuanto en torno suyo se decía, brillantes los ojos, fija la mirada y empalidecidas las mejillas. Notó Roger que Duguesclín observaba también á su esposa, inquieto y trémulo.

—¿Qué tenéis, esposa mía? le preguntó.

—Nada, Bertrán, dijo ella con voz apagada y sin apartar los ojos del muro opuesto en que fijos los tenía. Pero allí... una visión....

—Me lo temía, dijo el célebre guerrero francés. Os debo una explicación, señores. Mi buena esposa está dotada de una facultad profética que se manifiesta en ella de tarde en tarde y le permite predecir determinados acontecimientos futuros. Misterio es éste incomprensible para mí, pero ese poder extraordinario había hecho ya la admiración de todos allá en Bretaña, mucho antes de que yo viese por primera vez á mi Leonor en Dinán. Lo que puedo aseguraros es que ese dón suyo procede del cielo y no del espíritu del mal, que es lo que constituye la diferencia entre la magia blanca y la magia negra. Y por indicios que me son harto conocidos, comprendo que mi buena compañera se halla al presente en uno de esos momentos lúcidos. La última vez que la ví en el mismo estado, la víspera de la batalla de Auray, me predijo que el siguiente día sería fatal para mí y para Carlos de Blois. Veinte y cuatro horas después había muerto éste y veíame yo prisionero del señor de Chandos....

—¡Bertrán, Bertrán! llamó la vidente con dulce voz.

—Decidme, amada mía, qué me reserva la suerte.

—Un peligro grande te amenaza, Bertrán, en este mismo instante.

—¡Bah! Un soldado está siempre en peligro, dijo el gran campeón francés con tranquila sonrisa.

—Pero tus enemigos se ocultan, se arrastran, te rodean en este momento. ¡Ah, Bertrán! ¡Guárdate!

Tal expresión de terror manifestaban sus facciones descompuestas y los ojos desmesuradamente abiertos, que Duguesclín miró rápidamente en torno de la sala, clavó la vista por breves instantes en los tapices que cubrían las paredes y luégo en los anhelantes rostros de sus amigos.

—Esperaré ese peligro si él no me espera á mí, dijo. Y ahora, Leonor, habla. ¿Cuál será el término de la guerra de España?

—Apenas puedo ver lo que allí sucede. Espera.... Grandes montañas y más allá una extensa y árida llanura, el chocar de las armas, los gritos del combate. El fracaso mismo de tu misión en España te dará el triunfo en definitiva....

—¿Qué decís á eso, barón? Amargo y dulce á la vez, ó como si dijéramos, un favor y un disfavor. ¿No queréis hacer vos mismo alguna pregunta?

—Si me lo permitís. ¿Os place decirme, señora, qué sucede allá en el castillo de Monteagudo?

—Para contestar á esa pregunta necesito posar mi mano sobre una persona cuya memoria y cuya mente estén fijas de continuo en ese castillo de que habláis. ¿Vuestra mano? No, barón; otra persona hay aquí cuyo pensamiento permanece fijo en Monteagudo aun con más insistencia que el vuestro....

—Me asombráis, noble señora, balbuceó Morel.

—Acercáos, joven de los rubios cabellos rizados, dijo doña Leonor extendiendo la diestra en dirección de Roger. Poned vuestra mano sobre mi frente. Así, esperad. Una niebla espesa de la cual se destaca enorme torre cuadrada; la niebla se disipa, ya veo las murallas, la fortaleza toda, en una verde colina, con el río á sus pies, las olas del mar á distancia y una iglesia á tiro de ballesta de las almenas. Junto al río se alzan las tiendas de los sitiadores.

—¡Los sitiadores! exclamaron á la vez el barón, Gualtero y Roger.

—Sí, que asaltan los muros con vigor. Ya plantan las escalas y disparan un nublado de flechas. Allí su jefe, alto y hermoso, con luenga barba rubia, lanza á sus soldados contra la maciza puerta. Pero los del castillo se defienden valerosamente. Una mujer, sí, una heroína los manda. Dos, dos mujeres sobre la muralla animan á las gentes de Morel, que devuelven golpe por golpe y lanzan grandes piedras sobre sus enemigos. Cayó el jefe de éstos y sus soldados retroceden, huyen, todo se obscurece, nada más veo ya....

—¡Por San Jorge! exclamó el barón. Apenas puedo creer que Salisbury y Monteagudo sean teatro de tales escenas; pero habéis hecho tan exacta descripción del terreno y la fortaleza que me llenáis de asombro y de temor.

—Aprovechad los momentos si algo más queréis saber, dijo Duguesclín.

—¿Cuál será el resultado de esta larga serie de luchas entre Francia é Inglaterra? preguntó uno de los escuderos franceses.

—Ambas conservarán lo que es suyo, contestó la dama.

—¿Luego nosotros seguiremos dominando en Gascuña y Aquitania? preguntó el señor de Morel.

—No. Tierra francesa, sangre y lengua francesas. De Francia son y ella las reconquistará y conservará.

—¿Pero no Burdeos?

—Burdeos es también Francia.

—¿Y Calais?

—También Calais.

—¡Negra estrella la nuestra si tal sucede! exclamó el barón. ¿Qué le quedará entonces á Inglaterra?

—Permitid, barón; y vos, señora, decidme antes ¿cuál será el porvenir de nuestra amada patria? preguntó lleno de júbilo Duguesclín.

—Grande, rica y poderosa. Á través de los siglos véola al frente de las otras naciones, pueblo rey entre todos los pueblos, grande en la guerra pero más grande aún en la paz, progresiva y feliz, sin más monarca que la voluntad de sus hijos, una desde Calais hasta los azules mares del sur.

—¿Oíslo, señor de Morel? exclamó triunfante el caudillo francés.

—Pero ¿qué de Inglaterra? preguntó tristemente el barón. La profetisa parecía contemplar con profunda sorpresa un cuadro insólito, un espectáculo para ella inesperado.

—¡Dios mío! exclamó por fin. ¿De dónde proceden esos vastos pueblos, esos estados poderosos que ante mí se levantan? Y más allá otros, y otros, allende los mares. Ocupan continentes enteros en los que resuenan los martillos de sus fábricas y las campanas de sus iglesias. Sus nombres, muchos, son ingleses y también la lengua que hablan. Otras tierras, cercadas por otros mares y bajo diverso cielo, pero son también tierras inglesas. La bandera de San Jorge ondea por todas partes, así bajo el sol de los trópicos como entre las nieves del polo. La sombra de Inglaterra se extiende al otro lado de los mares. ¡Bertrán, Bertrán! ¡Nos vencen, porque el menor de sus capullos es más hermoso que la mejor y más perfumada de nuestras flores!

La profetisa dió una gran voz, alzóse del asiento y cayó desvanecida en brazos de su esposo, que dijo conmovido:

—¡Ha terminado la visión, la hora sagrada y misteriosa que revela el secreto de lo porvenir!

CAPÍTULO XXVIII ATAQUE Y DEFENSA DEL CASTILLO DE VILLAFRANCA
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