CAPÍTULO XXV DE UNA CARTA Y UNAS RELIQUIAS

CAPÍTULO XXVI

DONDE SE AVERIGUA QUIÉN ERA EL MISTERIOSO PALADÍN

EN Aiguillón, á donde llegaron aquella noche, los esperaban el barón de Morel y el risueño Gualtero, cómodamente instalados en la hostería del Bâton Rouge. El noble inglés sostenía interesante coloquio con un afamado caballero del Poitou, Gastón de Estela, que acababa de llegar de Lituania, donde había servido con los caballeros teutones á las órdenes del gran maestre de Marienberga. Complacidísimo el señor de Morel con aquel encuentro, se pasó las horas muertas hablando de campañas, asedios, justas y aventuras y amanecía cuando se despidió del de Estela. No le impidió esto ponerse en camino á la temprana hora que había fijado la víspera, y dejando en Aiguillón el curso del Garona, tomó con sus cuatro acompañantes por la orilla del Lot, no ya en dirección de Montaubán sino de Villafranca, por donde, según noticias recogidas en el camino, andaban sueltos unos arqueros ingleses más malos que Caín y que desde luego supuso eran los mismos á quienes buscaba y de quienes era capitán. Numerosos indicios revelaban la agitación y el estado de alarma predominantes en aquella comarca y más de una vez se vió cercada y detenida la pequeña cabalgata por numerosos grupos de vecinos armados, á quienes tuvieron que dar cuenta del objeto de su viaje, so pena de hacerse sospechosos y verse metidos en un mal lance.

—Bien se echa de ver que la paz de Bretigny no ha procurado gran sosiego á esta región, dijo el señor de Morel. En ella parecen haberse congregado cuanto malsín y aventurero quedaron por Francia y Aquitania después de la guerra, gente sin fe ni ley que vive del despojo y la violencia. Aquellas altas torres que allí véis pertenecen á la villa de Cahors, y más allá queda la tierra de Francia.

En Cahors descansaron los caminantes, sin incidente ni aventura que merezcan relato aparte, y al dejar aquella población se apartaron también de las orillas del río, tomando una senda estrecha y tortuosa que atravesaba extensa y desolada llanura. Limitábala por el sur frondoso bosque, al salir del cual anunció el barón á sus escuderos que habían dejado atrás los dominios de Inglaterra y pisaban el territorio francés. Por todas partes se veían montones de ruinas, árboles y campos quemados, viñedos cubiertos de piedras, puentes destrozados y aquí y allá un castillo ó un monasterio convertidos en escombros; señales por doquier del asolamiento y la rapiña. Aquel espectáculo contristó el ánimo de los viajeros y el barón empezó á preguntarse con recelo si en tal yermo hallaría provisiones para su pequeña tropa. Grande fué por lo tanto la satisfacción de hidalgos y arqueros al notar que el sendero desembocaba en ancho camino y que á poca distancia del cruce se veía una casa intacta, grande y cuadrada, una de cuyas ventanas ostentaba la enorme rama seca que anunciaba un mesón ó paradero.

—¡Ya era tiempo, vive Dios! exclamó el barón regocijado. Adelántate, Roger, y dí al dueño de esa hostería ó taberna ó lo que sea que prepare alojamiento para un caballero inglés y sus servidores.

Picó Roger espuelas á su caballo y llegó á la puerta de la casa, dejando á sus compañeros á un tiro de ballesta. No viendo alma viviente, empujó la entornada puerta, entró en el zaguán y llamó á gritos al mesonero. Ni por esas; y como no era cosa de quedarse plantado allí, el joven escudero se coló bonitamente en una gran pieza que á la izquierda quedaba y en cuyo hogar chisporroteaban y ardían con alegre llama unos gruesos troncos. Junto al fuego y sentada en un sillón de baqueta de altísimo respaldo, hallábase una dama cuya edad no pasaría de los treinta y cinco, y cuyos ojos, cejas y cabellos negrísimos contrastaban con la extremada blancura de la tez. Pero más que su hermosura llamaban en ella la atención su aire majestuoso y digno y la expresión grave y pensativa del semblante. Sentado frente á ella en un escabel se hallaba un hidalgo de robusta apariencia, cuyos anchos hombros cubría holgada capa negra y que tenía puesta una gorra de terciopelo negro también, con rizada pluma blanca. Sobre la tosca mesa cercana se veían un jarro de vino y un cubilete de estaño, que el hidalgo llenaba y vaciaba de cuando en cuando; al entrar Roger se ocupaba en partir y comer nueces, de las que había un plato lleno sobre la mesa y cuyas cáscaras arrojaba entre las llamas del hogar. Volvió un tanto el rostro para mirar á Roger y éste contempló con sorpresa unas facciones deformes, cruzadas de cicatrices, unos ojillos verdosos y la nariz abollada y torcida como si hubiera recibido tremendo golpe.

—¿Sois vos el que así vocea? exclamó con voz gutural y desabrido acento. ¿Habráse visto jovenzuelo con más frescura y menos miramientos? Ganas tengo de coger mi látigo y daros una lección que bien necesitáis.

El asombro de Roger creció de punto, sobreponiéndose á su indignación y por algunos instantes permaneció inmóvil, mirando al insolente caballero y sin saber cómo contestarle en presencia de la dama. En aquel momento llegaron á la puerta el barón, Gualtero y los dos soldados y echaron pie á tierra; mas apenas oyó el desconocido sus voces y la lengua en que hablaban, enfureciósele el rostro y arrojando con fuerza al suelo el plato de nueces empezó á dar voces desaforadas llamando al hostalero. Acudió éste pálido y temblando y dirigiéndose á la puerta de la casa dijo en voz baja á los recién llegados:

—No lo encolericéis, mis buenos señores, por el amor de Dios lo pido.

—¿Qué decís? ¿De quién se trata? preguntó el barón.

Antes de que Roger pudiera explicarse resonó de nuevo la voz del irritado huésped:

—¿Pero qué sentina es ésta? gritó. ¿No os pregunté al llegar, posadero de los demonios, si estaba vuestra casa limpia de sabandijas, para que pudiera alojarse en ella mi noble esposa sin asco ni molestias?

—Y os contesté, poderoso señor, que está limpia como una patena, replicó el otro humildemente.

—¿Pues cómo se entiende, bellaco, que apenas llegados á ella oigamos ya la charla de esos condenados ingleses? ¿Qué peores ni más dañinas sabandijas para un buen caballero francés? ¡Que se larguen pronto, maese, y de lo contrario, tanto peor para ellos y para vos!

No se lo hizo repetir el posadero, que salió corriendo de la estancia, á tiempo que la dama protestaba dulcemente contra el violento lenguaje del caballero.

—¡Por amor de Dios! dijo el atribulado posadero á los ingleses, hacedme la merced de seguir vuestro camino. Villafranca no dista más de dos leguas y allí encontraréis cómodo alojamiento en la posada de Anjou.

—No haré yo tal, dijo el barón de Morel, sin ver antes á quien así habla y decirle dos palabras. ¿Cuáles son su nombre y sus títulos?

—Imposible nombrarle, señor, sin su permiso. Pero ved que si entráis montará en ira y entonces.... Creedme, mi buen señor; ¡no sabéis de quién se trata! Discreto sois, avisado estáis; ¡seguid, por merced, vuestro camino!

—¡Calle el ventero! exclamó furioso ya el noble inglés. Ó mejor, id á decir á ese tan formidable caballero que aquí está y aquí se queda el barón León de Morel, porque así le place y sin que él ni nadie sea osado á impedírselo. ¡Id!

Azorado el pobre hombre y sin saber á qué santo encomendarse, dió algunos pasos por el zaguán, cuando se abrió de golpe la puerta interior y apareció el furibundo francés, cerrados los puños y las deformes facciones convulsas por la ira.

—¡Todavía estáis ahí, perros ingleses! gritó. ¡Mi espada, venga mi espada! Pero en aquel instante se fijaron sus ojos en el escudo blasonado del barón, sostenido por Tristán, y después de contemplarlo un instante suavizóse la expresión de su semblante y apareció en sus labios una sonrisa.

¡Mort Dieu! exclamó, ¡pues si es mi espadachín de Burdeos! Las cinco rosas. Motivos tengo para recordarlas desde que las ví, no hace tres días, en las justas del Garona. ¡Ah, señor León de Morel, tengo contraída con vos una deuda! y al decir esto señaló su hombro derecho, vendado con un pañuelo de seda.

Pero la sorpresa del desconocido al ver al barón no pudo compararse con la de éste. Miró fijamente al herido y por fin exclamó con acento que revelaba su profundo regocijo:

—¡Bertrán Duguesclín!

—El mismo que viste y calza, replicó el otro riéndose. Bien hice, á fe mía, en ocultar el rostro allá en Burdeos, pues quien lo ve una vez jamás lo olvida. Yo soy, señor de Morel, y hé aquí mi mano, que jamás estrechará otras manos inglesas que la vuestra y la de Chandos.

—No soy joven, repuso el barón, y las guerras han añadido algunos años á los que ya tengo, pero hasta ahora no me había otorgado el cielo la merced y la honra de cruzar mi espada con otra de tan limpia y merecida fama como la que me opusisteis vos en la liza de Burdeos. ¡Feliz yo mil veces! Imposible me parece todavía haber tenido tan alta honra.

—¡Voto á! Motivos me habéis dado para no dudarlo, querido barón, dijo el famoso guerrero con gran risa. Pero venid, y entren también vuestros escuderos. No quiero privar á mi amada compañera del placer de ver en vos á un modelo de nobles, aunque inglés, y á un guerrero famoso.

Recibiólos la noble dama con bondadosa sonrisa y á los pocos minutos de conversación se había conquistado ya todo el respeto y toda la admiración de Morel y sus escuderos. Con el aire de una reina y las maneras de la más aristocrática dama, poseía un tacto incomparable, un encanto que á todos seducía. Únase á esto el misterio de que la rodeaba la creencia general de que poseía una facultad sobrenatural, la de adivinar y predecir lo futuro y se comprenderá la impresión vivísima que produjo en los tres hidalgos ingleses.

El mismo Duguesclín observaba con evidente satisfacción el interés que en ellos despertaban la conversación amena de su esposa, sus puras y elevadas ideas y la ilustración nada común de que daba clara muestra sin la menor pesadez ni afectación.

—Perdonad, dijo por fin el guerrero francés. Tan noble y grata compañía merece digno albergue y este ventorrillo no puede ofrecéroslo para pasar la noche. Aprovechemos el poco tiempo que nos queda para montar á caballo y llegar al castillo de Tristán de Rochefort, situado á una legua de Villafranca y al cual nos dirigíamos cuando resolvimos descansar aquí algunas horas. Es el señor de Rochefort antiguo compañero de mis campañas y hoy senescal de Auvernia.

—Y os recibirá en palmas, á no dudarlo, dijo el barón. Mas ¿qué pensará el senescal de nuestra llaneza?

—Pues os bendecirá cuando sepa que venís á limpiar la comarca de esos tunantes uniformados que la devastan. ¡Á caballo, señores! Y vos, maese, aquí tenéis unas monedas de oro; si algo sobra, tenédselo en cuenta al primer caballero necesitado que por aquí aporte.

Momentos después cabalgaban ambos señores y la dama entre ellos, escoltados por el joven Pleyel. Habíase retardado Roger en el mesón llamando á los arqueros, cuando oyó una voz angustiada pidiendo favor á gritos. Acercóse á la puerta de la estancia de donde procedían las voces y se halló de manos á boca con Simón y Tristán, que se reían á carcajadas y se dirigieron apresuradamente á la puerta del caserón, donde los esperaban sus monturas. Entró Roger en la habitación y quedó atónito al ver que de un fuerte garfio de hierro pendiente del techo colgaba un hombrecillo que era quien tan desaforadamente gritaba. El garfio lo tenía sujeto por el cinto y el infeliz manoteaba y perneaba como un poseído.

¡À moi, mes amis! seguía berreando, cárdeno el rostro. ¡Favor al campeón del Obispo de Montaubán! ¡À moi!

Llegó el ventero en aquel instante, precipitóse con Roger en auxilio del colgado, para lo cual tuvieron que subirse sobre la pesada mesa de encina en la que se veían los restos del refrigerio de ambos arqueros, y no sin trabajo lograron desenganchar al campeón del obispo.

—¿Se ha ido? preguntó apenas puso los pies en el suelo.

—¿Quién?

—El gigante, el monstruo de la cabellera roja.

—¡Ah, vamos! Tristán el arquero. Sí, se ha ido, dijo Roger.

—¿Y no volverá?

—No.

—¡De buena ha escapado! exclamó el hombrecillo dando un suspiro de satisfacción. ¡Cobarde! ¡Atreverse conmigo y huir! ¡Ah, de haberme esperado hubiera hecho con él un escarmiento, como hay Dios, para ejemplo de pícaros!

—Permitidme, señor de Pelisier, dijo el ventero, que ponga á vuestra disposición mi caballejo, con el cual no tardaréis en alcanzar al descortés arquero.

—Ni pensarlo, exclamó apresuradamente el fanfarrón. Tengo estropeada una pierna desde el día en que maté á tres enemigos, en el combate de Castelnau.

—¡Pues corro á buscarlo yo mismo, para que lo castiguéis cual se merece quien de tal suerte ofende á mi buen parroquiano, el señor Oscar Reginaldo Bombardón de Pelisier!

¡Pas si vite, mon ami! Yo sabré buscarlo en su día. Imaginaos el destrozo que sufriría vuestra hacienda si ese gigante y yo trabásemos aquí descomunal combate.

En aquel momento se oyó el trote de un caballo que se detuvo á la puerta de la hostería, palideció el prudente Pelisier y se agazapó bajo la mesa, á tiempo que se oía la voz de Gualtero llamando á Roger. Dejó éste la venta con su compañero y pronto alcanzaron á los dos arqueros.

—Bonita manera de tratar al señor Bombardón de Pelisier, dijo Roger á Tristán con fingida severidad.

—No lo hice adrede... comenzó á decir el mocetón, á la vez que Simón prorrumpía en sonoras carcajadas.

—¡Por el filo de mi espada! exclamó. Fanfarrón más insoportable no espero volver á verlo en mi vida. Se negó á comer y beber con nosotros y aun á dirigirnos la palabra. Después empezó á contar sus proezas á las vigas del techo y acabó diciendo que había matado más ingleses que pelos tenía en la cabeza. Iba yo á despanzurrarlo de un puntapie, cuando este mameluco alargó su manaza y agarrando á Bombardón me lo colgó del gancho como un cochinillo ó un trozo de cecina. ¡Por vida de! ¡Ja, ja, ja!

Reíanse todavía de la aventura los cuatro amigos cuando alcanzaron á su capitán y poco después llegaron todos al castillo de Rochefort, cuyas puertas se les abrieron de par en par apenas oyeron los que las guardaban el nombre de Bertrán Duguesclín.

CAPÍTULO XXVII VISIÓN PROFÉTICA
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