CAPÍTULO XX
DE CÓMO ROGER DESHIZO UN ENTUERTO Y TOMÓ UN BAÑO
RECORDARÁ el lector que Gualtero y Roger se habían quedado en la antecámara, donde no tardó en rodearlos animado grupo de jóvenes caballeros ingleses, deseosos de obtener noticias recientes de su país. Las preguntas menudearon:
—¿Sigue nuestro amado soberano en Windsor?
—¿Qué nos decís de la buena reina Felipa?
—¿Y qué de la bella Alicia Perla, la otra reina?
—El diablo te lleve, Haroldo, dijo un alto y fornido escudero, asiendo por el cuello y sacudiendo al que acababa de hablar. ¿Sabes que si el príncipe hubiera oído la preguntilla esa te podría costar la cabeza?
—Y como está vacía poco perdería con ella el buen Haroldo.
—No tan vacía como tu escarcela, Rodolfo. Pero ¿qué demonios piensa el mayordomo? Todavía no han empezado á poner la mesa.
—¡Pardiez! En todo Burdeos no hay doncel más hambriento. Si las espuelas de caballero y los ricos cargos se ganasen con el estómago, serías ya lo menos condestable.
—Pues digo, que si se ganasen empinando el codo, Rodolfito mío, te tendríamos de canciller hace años.
—Basta de charla, exclamó otro, y que hablen los escuderos de Morel. ¿Qué se dice por Inglaterra, mocitos?
—Probablemente lo mismo que al salir de ella vosotros, contestó picado Gualtero. Sin embargo, tengo para mí que no se hablaba ya tanto como cuando andaban por allí muchos parlanchines....
—¡Hola! ¿Qué quiere decir eso, moderno Salomón?
—Averiguadlo si podéis.
—Medrados estamos con el paladín éste, que todavía no se ha quitado de los zapatos el barro amarillo de los breñales de Hanson y ya viene tratándonos de parlanchines.
—¡Qué gente tan lista la de esta tierra, Roger! dijo Gualtero con sorna, guiñando el ojo á su amigo.
—¿Cómo debemos tomar vuestras palabras, señor mío?
—Tomadlas por donde podáis sin quemaros, respondió Gualtero.
—¡Otra agudeza!
—Gracias por el cumplido.
—Mira, Germán, lo mejor será que lo dejes, porque el escudero de Morel es más despierto y más listo de lengua que tú.
—De lengua, lo concedo. ¿Y de espada? preguntó Germán.
—Punto es ese, observó Rodolfo, que podrá esclarecerse dentro de dos días, la víspera del gran torneo.
—Poco á poco, Germán, exclamó entonces un escudero de rudas facciones, cuyo robusto cuello y anchos hombros revelaban su fuerza. Tomáis los insultos de esta gente con asombrosa calma, y yo no estoy dispuesto á que me llamen parlanchín sin más ni más. El barón de Morel ha dado pruebas repetidas de lo que puede y vale, pero ¿quién conoce á estos caballeritos? Este otro ni siquiera chista. ¿Qué decís vos á ello?
Al pronunciar estas palabras posó su pesada mano sobre el hombro de Roger.
—Á vos nada tengo que deciros, respondió el doncel procurando contenerse.
—Vamos, este no es escudero, sino tierno pajecillo. Pero descuidad, que vuestras mejillas tendrán menos colorete y más bríos vuestra mano antes de que volváis á guareceros tras el guardapié de vuestra nodriza.
—De mi mano puedo deciros que está siempre pronta....
—¿Pronta á qué?
—Á castigar una insolencia, señor mío, replicó Roger, airado el rostro y centelleante la mirada.
—¡Pero qué interesante se va poniendo el querubín éste! continuó el rudo escudero. Vamos á ver si lo describo: ojos de gacela, piel finísima, como la de mi prima Berta, y unos buclecillos tan luengos y tan rubios... Al decir esto, su mano tocó el rizado cabello de Roger.
—Buscáis pendencia....
—¿Y aunque así fuera?
—Yo os diría que lo hacéis como un patán, y no como hombre bien nacido. Os diría también que en la escuela de mi señor no se aprende á buscar un lance por medio de tan groseros modos....
—¿Y cómo habéis aprendido á hacerlo vos, modelo de escuderos?
—No siendo brutal ni insolente, sino dirigiéndome á vos, por ejemplo, para deciros cortésmente: "He resuelto mataros y espero que me hagáis la merced de designar hora y lugar donde podamos vernos cara á cara y espada en mano." Y tratándose de un escudero comedido y digno de ese nombre, me quitaría el guante, como lo hago ahora y lo dejaría caer á sus pies; pero teniendo que habérmelas con un destripaterrones como vos, se lo lanzaría á la cara!
Y con toda su fuerza arrojó el guante al rostro burlón del escudero.
—¡Lo pagaréis con vuestra vida! rugió éste, blanco de ira.
—Si podéis quitármela, repuso Roger con entereza.
—¡Bravo, muchacho! exclamó Gualtero. Tente firme.
—Se ha portado como debía y puede contar conmigo, agregó Norbury, escudero de Sir Oliver.
—Tú tienes la culpa de todo esto, Tránter, dijo Germán. ¿No andas siempre buscando pendencia á los recien llegados? Pues ahí la tienes. Pero sería una vergüenza que el asunto pasase á mayores. El mozo no ha hecho más que contestar á una provocación con otra.
—¡Imposible! exclamaron algunos. ¡Tránter ha recibido un golpe! Tanto valdría quedarse con una bofetada.
—¿Pues y los insultos de Tránter? ¿No empezó él por poner su mano en los cabellos del otro? dijo Haroldo.
—Habla tú, Tránter. Ha habido ofensa por ambas partes y bien podrían quedar las cosas como están.
—Todos vosotros me conocéis, dijo Tránter, y no podéis dudar de mi valor. Que recoja su guante y reconozca que ha hecho mal, y no volveré á hablar del asunto.
—Mala centella lo parta si tal hace, murmuró Gualtero.
—¿Lo oís, joven? preguntó Germán. El escudero ofendido olvidará el golpe si le decís que habéis obrado precipitadamente.
—No puedo decir tal cosa, declaró Roger.
—Tened en cuenta que solemos poner á prueba el valor de los escuderos recien llegados, para saber si debemos de tratarlos como amigos. Vos habéis tomado esa prueba como ofensa mortal y contestado con un golpe. Decid que lo sentís, y basta.
—No llevéis las cosas á punta de lanza, dijo entonces Norbury al oído de Roger. Conozco al tal Tránter, que no sólo es superior á vos en fuerza física sino muy hábil en el manejo de la espada.
Pero Roger de Clinton tenía en las venas noble sangre sajona, y una vez irritado era muy difícil aplacarlo. Las palabras de Norbury que le indicaban un peligro acabaron de afirmarlo en su resolución.
—He venido aquí acompañando á mi señor, dijo, y en la inteligencia de que me rodeaban ingleses y amigos. Pero ese escudero me ha hecho un recibimiento brutal y lo ocurrido es culpa suya. Pronto estoy á recoger mi guante, mas ¡por Dios vivo! no sin que antes me pida él perdón por sus palabras y ademanes.
—¡Basta ya! exclamó Tránter encogiéndose de hombros. Tú, Germán, has hecho todo lo posible para sustraerlo á mi venganza. Lo que procede es solventar la cuestión en seguida.
—Lo mismo digo, asintió Roger.
—Después del banquete hay consejo de jefes y tenemos lo menos dos horas disponibles, dijo un escudero de cabellos grises.
—¿Y el lugar del combate?
—Desierto está el campo del torneo, y en él podemos....
—Nada de eso; ha de ser dentro de los límites de este edificio donde reside la corte. De lo contrario, recaería sobre todos nosotros la indignación del príncipe.
—¡Bah! Conozco yo un lugar inmejorable para tales lances, á la orilla misma del río. Salimos de los terrenos de la abadía y tomamos por la calle de los Apóstoles. En tres minutos estamos allí.
—Pues entonces ¡en avant!, dijo Tránter, echando á andar con gran prisa, seguido de numerosos escuderos.
Á orillas del Garona había una pequeña pradera limitada en dos de sus extremos por altos paredones. El terreno formaba rápido declive al acercarse al río, muy profundo en aquel punto, y los únicos dos ó tres botes visibles estaban amarrados á gran distancia. En el centro del río anclaban algunos barcos. Ambos combatientes se despojaron prontamente de sus ropillas y birretes y empuñaron las espadas. En aquella época no se conocía la etiqueta del duelo, pero eran muy frecuentes los encuentros singulares como el que describimos, y en ellos, así como en las justas, habíase conquistado el escudero Tránter una reputación que justificaba sobradamente la amistosa advertencia de Norbury. Roger no había descuidado por su parte el diario ejercicio de las armas y podía considerársele como tirador no despreciable, ya que no de los primeros. Grande era el contraste que ambos combatientes presentaban: moreno y robusto Tránter, mostraba el velludo pecho y la recia musculatura de hombros y brazos, en tanto que Roger, rubio y sonrosado, personificaba la gracia juvenil. La mayor parte de los espectadores preveían una lucha desigual, mas no faltaban dos ó tres lidiadores expertos que notaban con aprobación la firme mirada y los ágiles movimientos del doncel.
—¡Alto, señores! exclamó Norbury apenas se cruzaron las espadas. El arma de Tránter es casi un palmo más larga que la de su adversario.
—Toma la mía, Roger, dijo Gualtero de Pleyel.
—Dejad, amigos, respondió el servidor de Morel. Conozco bien el peso y alcance de mi espada y estoy acostumbrado á ella. Nada importa la desigualdad. ¡Adelante, señor mío, que pueden necesitarnos en la abadía!
La desmesurada tizona de Tránter dábale, en efecto, marcada ventaja. Bien separados los pies y algo dobladas ambas rodillas, parecía pronto á precipitarse de un salto sobre su enemigo, al cual presentaba la punta de su larga espada á la altura de los ojos. La empuñadura tenía una guarda de gran tamaño que protegía bien mano y muñeca, y al comienzo de la cruz, junto á la hoja, una profunda muesca destinada á recibir y retener la espada del adversario y á romperla ó desarmarlo por medio de un vigoroso movimiento de la muñeca. En cambio Roger tenía que confiar por completo en su propia destreza; el arma que empuñaba, aunque del mejor temple, era delgada y de sencilla empuñadura; una espada de corte más que de combate.
Conocedor Tránter de las ventajas que le favorecían no tardó en aprovecharlas y adelantándose de un salto dirigió á Roger una estocada vigorosa, seguida de tremendo tajo capaz de cortarlo en dos; pero con no menos rapidez acudió Roger al doble quite, aunque la violencia del ataque le hizo retroceder un paso y aun así, la punta de la hoja enemiga le desgarró el justillo sobre el pecho. Pronto como el rayo atacó á su vez, mas la espada de Tránter apartó violentamente la suya y continuando su giro descargó otro tajo terrible, que si bien fué parado á tiempo, sobrecogió á los espectadores amigos de Roger. Pero el peligro parecía atraer á éste, que contestó con dos estocadas á fondo, rapidísimas, la segunda de las cuales apenas pudo parar Tránter, y al trazar el quite su espada rozó la frente de Roger, tanto se había aproximado éste. La sangre brotó abundante y cubrió su rostro, obligándole á retroceder para ponerse fuera del alcance de su enemigo, quien se detuvo por un momento respirando agitadamente, mientras los testigos de aquella lucha rompían el silencio que hasta entonces guardaran.
—¡Bien por ambos! exclamó Germán. Sois tan valientes como diestros y aquí debe terminar esta contienda.
—Con lo hecho basta, Roger, dijo Norbury.
—¡Sí, sí! exclamaron otros; se ha portado como bueno.
—Por mi parte, no tengo el menor deseo de matar á este doncel, si se confiesa vencido, dijo Tránter enjugando el sudor que bañaba su frente.
—¿Me pedís perdón por haberme insultado? le preguntó Roger súbitamente.
—¿Yo? No en mis días, contestó Tránter.
—¡En guardia, pues!
Los relucientes aceros chocaron con furia. Roger cuidó de adelantar continuamente, impidiendo al enemigo el libre manejo de su larga tizona; alcanzóle ésta levemente en un hombro y casi al mismo tiempo hirió él también á Tránter en un muslo, pero al elevar su espada para dirigirle otro golpe al pecho, la sintió firmemente trabada en el corte hecho con ese objeto en la hoja del contrario. Un instante después se oyó el ruido seco que hacía la espada de Roger al romperse, quedándole tan sólo en la mano un pedazo de hoja de no más de tres palmos de largo.
—Vuestra vida está en mis manos, exclamó Tránter con triunfante sonrisa.
—¡Teneos! ¡se rinde! exclamaron á una varios escuderos.
—¡Otra espada! gritó Gualtero.
—Imposible, dijo Rodolfo; sería contra todas las reglas del duelo.
—Pues entonces, Roger, tirad al suelo ese trozo de espada, aconsejó Norbury.
—¿Me pedís perdón? repitió Roger dirigiéndose á Tránter.
—¿Estáis loco? contestó éste.
—¡Pues en guardia otra vez! gritó Roger, renovando el ataque con vigor tal que compensó la pequeñez de su arma.
Había notado que la respiración de Tránter era fatigosa y se propuso hostigarle y cansarle, haciendo valer la propia agilidad. Su adversario paraba como podía aquel diluvio de golpes, atisbando la oportunidad de acabar el combate con uno de sus mortales tajos; mas ni la corta distancia á que de propósito se mantenía Roger, ni la prontitud de los movimientos de éste le permitían usar su larga espada con ventaja. Pero Tránter, duelista experto, sabía que era imposible sostener dos minutos más aquel ataque violentísimo y fatigoso cual ninguno y que muy pronto cedería el nublado de golpes que caían sobre su espada con rapidez vertiginosa. Así sucedió, en efecto; el cansancio paralizaba ya el brazo de Roger, su adversario comprendió que había llegado el momento de dar un golpe decisivo y oprimiendo con fuerza el puño de su acero, saltó hacia atrás para ganar el espacio que necesitaba.... Aquel movimiento salvó á Roger; su adversario había retrocedido sin cesar desde la renovación del combate y llegado sin saberlo á la misma orilla. Al retroceder una vez más le faltó pie y se hundió en las aguas del Garona.
Con una exclamación general de sorpresa precipitáronse todos en auxilio de Tránter, que había desaparecido por completo en las profundas y heladas aguas del río. Dos veces apareció sobre ellas su angustiado rostro y en vano procuró asir los cintos, espadas y ramas que sus compañeros le tendían. Roger había lanzado al suelo su rota espada y contemplaba aquella dolorosa agonía con profunda lástima. Todo su furor habíase disipado como por encanto. En aquel momento apareció por tercera vez sobre las aguas el rostro contraído del escudero; su mirada se cruzó con la de Roger y éste, incapaz de resistir aquella muda apelación, apartó violentamente á un escudero que delante tenía y se lanzó al Garona.
Nadador experto, pocas brazadas bastaron para llevarle junto á su adversario, á quien asió por los cabellos. Pero la corriente era poderosa y muy pronto comprendió el animoso doncel la dificultad de sostener á flote el cuerpo de Tránter y nadar al propio tiempo hacia la orilla. Á pesar de los más vigorosos esfuerzos no parecía ganar una línea. Dió con desesperación algunas brazadas más y un grito de júbilo de cuantos estaban en tierra le anunció que había salido de la peligrosa corriente y llegado á un tranquilo remanso allí formado por una proyección del terreno. Momentos después caía en su diestra mano la extremidad del cinto de Gualtero, al que había anudado éste los de algunos otros escuderos. Asiólo con fuerza, incapaz de seguir nadando un momento más, pero sin soltar á Tránter. Los escuderos los sacaron del agua en un tris, depositándolos casi exánimes sobre la hierba.
Tránter, que no había luchado como su adversario contra la impetuosa corriente, fué el primero en salir de aquel letargo. Incorporóse lentamente y contempló á Roger, que no tardó en abrir los ojos y en sonreirse complacido al escuchar los elogios que todos á porfía le prodigaban.
—Os estoy muy reconocido, señor mío, díjole Tránter, con no muy amistoso acento. Sin vos hubiera perecido en el río, porque soy natural de las montañas de Varén, donde se cuentan muy pocos que sepan nadar.
—No pido ni espero gracias, repuso Roger. Ayúdame á levantarme, Gualtero.
—El río ha sido hoy mi enemigo, continuó Tránter, pero se ha portado como bueno con vos, pues á él le debéis la vida que yo iba á arrancaros....
—Eso estaba por ver, repuso Roger.
—¡Todo ha concluído! exclamó Germán, y más felizmente de lo que yo creía. Lo que no ofrece duda es que este joven, cuyo nombre me dicen es Roger de Clinton, ha ganado brillantemente el derecho de pertenecer al muy honrado gremio de los escuderos de Burdeos. Aquí está vuestra ropilla, Tránter.
—Y vos, Clinton, echaos esta capa sobre los hombros y venid cuanto antes.
—Lo que más deploro es la pérdida de mi buena espada, que yace en el fondo del río, suspiró Tránter.
—¡Á la abadía! exclamaron varios escuderos.
—¡Un momento, señores! dijo entonces Roger, que había recogido del suelo su rota espada y se apoyaba en el hombro de Gualtero. No he oído á este hidalgo retractar las palabras que me dirigió y....
—¡Cómo! ¿Todavía insistís? preguntó Tránter sorprendido.
—¿Y por qué no? Soy tardo en recoger las provocaciones, pero una vez resuelto á obtener reparación la exijo mientras me quedan fuerzas y alientos.
—Ma foi, pues bien pocos os quedan ya, exclamó Germán bruscamente. Estáis blanco como la cera. Seguid mi consejo y dad por terminada la cuestión, que no os podéis quejar del resultado.
—No, insistió Roger. Yo no provoqué esta querella, pero ya comenzada, juro no partir hasta haber obtenido lo que vine á buscar ó perecer en la demanda. No hay más que hablar; dadme vuestras excusas ó procuraos otra espada y reanudemos el combate.
El joven escudero, pálido como un muerto, extenuado con el tremendo esfuerzo que acababa de hacer para salvar á su enemigo y con la pérdida de sangre que manchaba su hombro y su frente, probaba sin embargo con su actitud, sus palabras y su acento que lo animaba una resolución inquebrantable. El mismo Tránter admiró aquella energía invencible y cedió ante la gran fuerza de carácter que acababa de demostrar el joven hidalgo.
—Puesto que á tal punto lleváis lo que debisteis de considerar como inocente broma, me avengo á declarar que siento haberos dicho lo que tanto os ofende, dijo Tránter en voz baja.
—Y yo deploro también la respuesta que á ello dí, repuso prontamente Roger. Hé aquí mi mano.
—Y con esta van tres veces que suena la campana llamándonos á comer, exclamó Germán mientras todos se dirigían en grupos hacia la abadía, comentando las peripecias del combate. ¡Por Dios vivo! señor de Pleyel, dad una copa de buen vino á vuestro amigo en cuanto lleguéis, porque está transido, sin contar que ha tragado dos azumbres de agua. Confieso que á juzgar por su aspecto no hubiera esperado de él tanta entereza.
—Pues yo declaro que el aire de Burdeos ha trocado á mi compañero en gallo de pelea, porque jamás había salido del condado de Hanson joven más apacible y modesto que él.
—¿Sí, eh? Pues también tiene fama de modesto y apacible como una dama su señor el de Morel; y la verdad es que ni uno ni otro aguantan moscas. ¡Cáspita con el mozo!