CAPÍTULO XXII
UNA NOCHE DE HOLGORIO EN "LA ROSA DE AQUITANIA"
—¿HAS visto cara más hermosa, Roger? preguntó Gualtero apenas se apartaron de la puerta de Pisano. ¡Qué ojos, qué perfil divino!
—No puedo negar que es bella. ¿Pues y aquel color moreno de las mejillas y los negrísimos rizos que circundan el óvalo perfecto de la cara?
—¿Dónde me dejas los ojos? De mirada tan clara y tan profunda á la vez; tan inocentes al par que tan expresivos....
—Si algún pero se le puede poner está en la barba.
—Pues no lo he notado....
—Graciosamente cortada, eso sí.
—Una barbilla preciosa, Roger.
—Sin embargo ¿no te parece que el conjunto hubiera ganado bastante con medio palmo más de bien poblada barba?
—¡Ave María Purísima! Pero ¿de dónde has sacado tú que Tita tenga barbas?
—¿Tita? ¿Quién habla de ella?
—¿Pues de quién demonios estás hablando?
—De la magnífica figura destinada á la iglesia de San Remo, ¿no recuerdas? Aquella cabeza de santo....
—¡Anda, anda! exclamó Gualtero riéndose. Miren con lo que nos sale ahora. Tú sí que eres un menjurje de vándalo, normando, alano y perro moro, como nos llamaba á los ingleses el buen Pisano. ¿Quién se acuerda de cuadros ni pinturas cuando se tiene delante un ángel del cielo, hechura del mismo Dios, como la incomparable Tita? ¡Quién va!
—Me manda el sargento Simón, dijo un arquero acercándoseles apresuradamente, para deciros que el señor barón ha resuelto pasar la noche en el alojamiento del canciller de Chandos y no necesitará vuestros servicios. Simón está en esa taberna con algunos camaradas y dice que si quisierais trincar con nosotros....
—Á fe mía, dijo riéndose Gualtero, que con sus cantos y gritos hacen bastante algazara para anunciar su presencia sin necesidad de guías ni emisarios. ¡Adelante!
Á dos puertas se oía el estrépito de la francachela. Entraron por un portalón bajo y al final de estrecho corredor se hallaron en una gran sala iluminada por dos antorchas. Junto á las paredes, en casi toda la extensión del local, montones de paja sobre la cual reposaban veinte ó treinta arqueros de la Guardia Blanca, sentados ó reclinados sobre el codo, sin capacetes, coletos ni espadas y con sendos recipientes de cuero y estaño llenos de cerveza ó vino, según el gusto de cada cual. Dos toneles colocados en un extremo de la estancia indicaban que no faltaría con qué llenar de nuevo aquellos enormes cubiletes, cuantas veces lo exigiese la sed de los arqueros. Junto á los toneles y como presidiendo la reunión, hallábanse el portaestandarte Reno, Simón, Tristán y otros tres ó cuatro arqueros veteranos, amén del valiente Golvín, capitán del Galeón Amarillo, que había ido á tomar unos tragos en compañía de sus alegres compañeros de viaje antes de emprender el de regreso á Inglaterra. Gualtero y Roger tomaron asiento entre Reno y Simón, sin que su llegada acallara por un momento el bullicio.
—¡Cerveza ó vino, camaradas! gritó Simón. Que elija cada cual y no me vengáis con arrumacos, porque la mezcla emborracha y ha de ser una cosa ú otra. Aquí está tu cubilete, Rubén, rebosando vino generoso. ¿Sabéis la noticia, barbilindos?
—No. ¿Qué es ello? dijeron ambos escuderos.
—Pues que tendremos torneo.
—¡Bravo!
—Sí. El arrogante Captal de Buch se ha empeñado en demostrarnos que él y otros cuatro caballeros gascones pueden hacer morder el polvo á los cinco mejores paladines ingleses de cuantos hay en Burdeos á la fecha. Chandos aceptó el reto sobre la marcha, encargándose de elegir á nuestros campeones; el príncipe ha prometido una hermosa copa de oro al que más altos honores obtenga y en toda la corte no se habla hoy de otra cosa.
—¿Por qué han de ser los grandes señores los únicos que se diviertan? preguntó Tristán de Horla. Bien pudieran abrirnos el palenque á los arqueros y ¡por la cruz de Gestas! que sería cosa de ver cómo descoyuntábamos á cinco arqueros gascones.
—Ó cómo otros tantos hombres de armas baldábamos á igual número de soldados de esta tierra, dijo Reno.
—¿Quiénes son los mantenedores ingleses? preguntó Golvín.
—Trescientos cuarenta y un caballeros tenemos hoy en Burdeos, y ya se han recibido trescientos cuarenta carteles aceptando el reto. El único que falta es el de Sir Mauricio de Ravens, á quien la gota tiene clavado en el lecho.
—Un arquero de la guardia me ha dicho que el príncipe quería romper una lanza, pero que sus consejeros no se lo han permitido, porque habrá más de combate que de torneo, tal están que arden los señores gascones.
—Por lo pronto tenemos á Chandos.
—Su Alteza le ha prohibido tomar parte en la próxima justa. Chandos será juez del campo, en unión de Sir Guillermo Fenton y el duque de Armagnac. Nuestros campeones serán los señores de Abercombe, Percy, Beauchamp y Leiton, y el invencible barón de Morel.
—¡Viva! ¡San Jorge le proteja! ¡Buena elección! vociferaron los arqueros.
—¡Buena, como hay Dios! exclamó Simón. No hay para un soldado de buena fibra honra mayor que la de tenerle por jefe. Ya veréis á dónde nos lleva, muchachos, y en qué aventuras nos mete. Noto que desde su llegada á Burdeos anda con un parche en un ojo, lo mismo que hizo la víspera de Poitiers. Pues ese parche va á costar mucha sangre, os lo digo yo.
—¿Cómo fué lo de Poitiers, sargento? preguntó un joven arquero.
—¡Cuéntalo, Simón! exclamaron otros.
—¡Á la salud de Simón Aluardo! dijeron muchos empinando el codo.
—Preguntádselo á éste, peneques, contestó modestamente el veterano señalando á Reno. Él vió más que yo, pero ¡por los clavos de Cristo! no dejé de tomar también parte y buena en aquella tremolina.
—Gran día fué aquel, dijo Reno moviendo la cabeza y entornando los ojos; como no espero volver á verlo. Muchos y muy buenos arqueros cayeron también en la jornada.
—¿Buenos? Pues no hay más que nombrar á Gofredo, Calvino, el Payo, Nelson, que antes de caer para no levantarse más se aferró á un gran señor francés y le cortó la cabeza á cercén. Mejores arqueros no los he visto en mi pícara vida.
—¡Pero la batalla, Simón, la batalla! gritaron muchos. ¡Cuenta, cuenta!
—¡Á callar se ha dicho, moscones! berreó el sargento. "¡Cuenta, Simón!" Pues no hay cuento que valga hasta que me haya remojado el gaznate. ¡Buena cerveza! Era en el otoño de 1356; nuestro príncipe Eduardo tomó por Auvernia, el Berry, Anjou y Turena, y de Auvernia os diré que las muchachas son zalameras y el vino agriado. En Berry dadle vuelta y aprended que las mozas son hoscas y el vino una bendición. Pero Anjou es gran tierra para los arqueros decentes, porque allí vino y mujeres son unas mieles. Lo único que saqué de Turena fué una descalabradura, pero en Vierzón, en un monasterio de órdago, me hice con un copón de oro por el cual me dió treinta ducados un judío genovés. De allí, anda que anda hasta llegar á Bourges, donde me tocó en suerte una túnica de seda carmesí labrada de oro y perlas, como vosotros no la veréis jamás, y un par de borceguíes con borlas de seda blanca, lo mismo que los del rey nuestro señor.
—¿Los arrebañaste en alguna tienda, Simón?
—¡Se los quité de los pies á un caballero enemigo, so lagarto! Bien pensado el caso, me dije que él no había de necesitarlos más, visto que le salía por pecho y espalda una flecha mía de las gordas....
—¿Qué más, qué más?
—Nos dimos otra zampada de camino, y éramos lo menos seis mil arqueros cuando llegamos á Isodún, donde también me favoreció la suerte.
—¿Otra batalla? ¿Otro par de botas, Simón? se oyó decir á los arqueros.
—No, algo mejor que eso. En las batallas poco hay que ganar, como no sean testarazos, á menos que se logre rescate por algún pájaro gordo. Lo que hubo fué que en Isodún yo y otros tres muchachos de Gales nos metimos en un caserón muy grande que los otros camaradas pasaron por alto y allí descubrí y me apropié un cobertor de finas plumas como sólo los estilan las duquesas de Francia. Tú lo has visto, Tristán, y sabes si es rico y mullido. Lo acomodé bien envuelto sobre una mula del vivandero y allá lo tengo en una venta cerca de Dunán, para el día en que me case. ¿Te acuerdas de la ventera, mon petit? preguntó á Roger, guiñándole el ojo.
—¡Adelante! vocearon tres ó cuatro arqueros.
—Eso es, continuó el veterano. Que otros saquen las castañas del fuego para que vosotros os estéis como unos papanatas oyendo historias con la boca abierta. ¡Buena cerveza! Nuestros seis mil tunantes, el príncipe y sus caballeros, yo y la mula con el cobertor de pluma salimos por fin de Turena, dejando allí sangrienta memoria. En Romorantín topé con una cadena y unos brazaletes de oro, pero topé también con una mozuela como un sol, que me los robó al día siguiente. Porque habéis de saber que hay gentes que no vacilan en apoderarse de lo ajeno....
—¡Al grano, Simón! ¡Esa batalla!
—Todo se andará, cachorros, si me dejáis respirar. Pues sucedió que el rey de Francia, llamado Juan II, se puso al frente de cincuenta mil hombres y nos persiguió furiosamente. Pero lo bueno fué que cuando nos alcanzó, seguro de pasarnos á cuchillo, se halló con que no supo cómo atacarnos ni cómo cogernos, porque lo esperamos esparcidos por los vallados y viñedos de unas alturas, hasta donde sólo podían subir por una ladera y eso al descubierto, ofreciéndonos magnífico blanco. Así ocultos y protegidos, formaban nuestra derecha los arqueros, con los hombres de armas á la izquierda, los caballeros en el centro y detrás de ellos la mula del cobertor. Trescientos caballeros franceses se dirigieron hacia ella en línea recta, para empezar, y muy valientes y apuestos parecían, pero los cogió en el camino tal nublado de flechas que pocos escaparon con vida. Tras ellos subieron al ataque los soldados tudescos al servicio del rey Juan y pelearon muy guapamente, tanto que tres ó cuatro se colaron por entre los arqueros y corrieron hacia la preciosa mula. Pero trabajo inútil, porque ví á nuestro capitán, el sin par barón de Morel, destacarse del grupo de nobles, con su parchecito sobre un ojo como lo lleva estos días y despachar á aquellos perdularios con toda calma. En seguida el barón se lanzó contra el grueso de los asaltantes, seguido de Lord Abercombe con sus cuatro escuderos del Chesire y otros de igual temple, tras ellos Chandos y el príncipe y detrás nosotros con espada y hacha, porque habíamos agotado las flechas. Muy imprudente fué aquella maniobra nuestra, porque no sólo abandonamos la protección del terreno sino que dejamos sin defensa á la mula del vivandero y cualquier taimado francés ó tudesco pudo hacerla prisionera con el tesoro mío que llevaba encima. Pero todo salió bien, cayeron en nuestro poder el rey Juan y su hijo, Nelson y yo descubrimos un carro con doce barriles de vino generoso destinado á la mesa del rey... y no sé cómo fué, muchachos, pero os aseguro que no me acuerdo de lo que sucedió después, ni tampoco pudo recordarlo Nelson.
—¿Y al día siguiente?
—Como podéis figuraros, no perdimos mucho tiempo por aquellos andurriales, sino que tomamos al trote el camino de Burdeos, á donde llegamos sin tropiezo con el rey de Francia y el cobertor de pluma. Vendí el resto de mi botín, mes garçons, por tantas monedas de oro como cupieron en mi bolsón de cuero y por siete días tuve doce velas encendidas en el altar del bendito San Andrés, porque sabido es que si olvidáis á los santos cuando las cosas marchan bien es muy probable que ellos se olviden de vosotros cuando los necesitéis.
—Decidme, sargento, preguntó un mozalbete desde el extremo opuesto del cuarto ¿á qué cuento fué la batalla aquella?
—¿Ahora salimos con esas, rocín? ¿Pues á qué cuento había de ser sino á dejar sentado una vez por todas quién había de llevar la corona de Francia?
—Bueno es saberlo. Creíame yo que era para averiguar quién debía de quedarse con vuestro cobertor de pluma....
—Mira, hijo, que si me llego á tí con este cinto mío y empiezo á darte zurriagazos lo vas á sentir de veras, dijo Simón entre las carcajadas de todo el concurso. Pero se hace tarde, Reno, y cuando los polluelos empiezan á piar contra gallos viejos como yo, es hora de que vuelvan al gallinero.
—¡No, no, venga otra canción! gritaron muchos.
—¡Que cante Sabas! Como él no hay otro en la Guardia Blanca. ¡Que cante, que cante!
—¡Alto ahí! dijo entonces el capitán Golvín. Para entonar unas trovas como Dios manda nadie mejor que el mocetón éste. Y al decirlo puso la mano en el hombro de Tristán.
—Muy cierto es, que á bordo del galeón parecía rugir la tempestad cuando él cantaba "Las campanas de Milton."
—Ó "La Molinera de York." ¡Anda, Tristán!
El exnovicio se pasó el dorso de la mano sobre los labios y mirando á la pared de enfrente entonó la canción pedida con un vozarrón tremendo. Al concluir lo saludaron sus oyentes con una tempestad de aplausos y gritos, y Tristán agarró el vaso de cerveza que halló más cerca y lo vació de un tirón.
—La primera vez que canté "La Molinera," dijo modestamente, fué en la taberna de Horla, cuando ni soñaba ser arquero.
—¡Otro trago, camaradas! gritó Reno sumergiendo su enorme recipiente de cuero en el tonel. ¡Á la salud de la Guardia Blanca y de cuantos siguen el estandarte de las cinco rosas!
—¡Por la guerra próxima y la victoria segura! brindó el capitán Golvín.
—¡Por el montón de oro que aguarda á los buenos arqueros!
—¡Y por las muchachas bonitas! gritó Simón. ¡Y se acabaron los brindis, canastos! añadió pegando tremebundo puntapié al tonel que tenía más cerca.
Con cantos, risas y chanzas fueron desfilando los alegres arqueros, y no tardó en reinar completo silencio en la poco antes bulliciosa sala de La Rosa de Aquitania.