CAPÍTULO XVII EN LA BARRA DEL GARONA

CAPÍTULO XVIII

DE CÓMO EL BARÓN HIZO VOTO DE PONERSE UN PARCHE

UN viernes por la mañana, el veintinueve de Diciembre, dos días antes del de San Silvestre, ancló el Galeón Amarillo frente á la noble ciudad de Burdeos. Grandes fueron el interés y la admiración de Roger al contemplar desde á bordo el bosque de mástiles, los numerosos botes que cruzaban en todas direcciones y la hermosa ciudad extendida en forma de media luna á orillas del río, con sus altas torres y la multitud de edificios de arquitectura y colores variadísimos. Nunca en su tranquila vida había visto ciudad de igual importancia, ni contaba Inglaterra, con la sola excepción de Londres, otra que pudiera comparársele en extensión y riqueza. Á Burdeos llegaban por aquella época los productos de todas las fértiles comarcas bañadas por el Dordoña y el Garona; los tejidos del sud, las pieles de Guiena, los vinos del Medoc, para exportarlos después á Hull, Exeter, Dartmouth, Bristol ó Chester, en cambio de las lanas y lanillas inglesas. En Burdeos se hallaban también los famosos hornos de fundición y las forjas que habían dado á sus aceros universal renombre y con los cuales se forjaban las espadas y lanzas mejor templadas. Desde su galeón veía Roger el humo que despedían las altas chimeneas de las fundiciones y la brisa le llevaba de cuando en cuando el toque de los clarines que resonaba en las murallas de la plaza.

—¡Hola, mon petit! dijo Simón acercándosele. Hete ya escudero hecho y derecho y en camino de calzarte muy pronto la espuela de oro, mientras que yo soy y seré sargento instructor de arqueros y nada más. Apenas me atrevo á seguir hablándote con la misma franqueza que cuando trincábamos en los mesones de nuestra tierra. Sin embargo, todavía puedo servirte de guía por estos rumbos, nuevos para tí y sobre todo en Burdeos, cuyas casas conozco una por una, tan bien como conoce el fraile las cuentas de su rosario.

—Demasiado me conocéis también á mí, Simón, para creer que pueda yo menospreciar á un amigo como vos porque la fortuna parece sonreirme, contestó el doncel poniendo una mano sobre el hombro del veterano. Siento que hayáis pensado cosa semejante.

—No, camarada, ni pensarlo siquiera. Fué una prueba para ver si seguías siendo el mismo, aunque no debí dudarlo un momento.

—¿Dónde estaría yo hoy, á no haberos conocido en la venta de Dunán? Desde luego no hubiera ido al castillo de Monteagudo, ni sería escudero de nuestro valiente capitán, y probablemente no hubiera visto nunca á....

Aquí se detuvo ruborizándose, pero Simón no lo notó, absorto como estaba con sus propios recuerdos.

—Buen mesón el del Pájaro Verde ¿eh? ¡Por el filo de mi espada! Peores cosas podría hacer que casarme con aquella ventera tan fresca y rolliza, cuando me llegue el día de trocar este coleto y la cota de malla por la ropilla de paño.

—Pues yo creía que habíais dado palabra de casamiento á una muchacha de Salisbury.

—Á tres, amigo Roger, á tres. Y mucho me temo no volver jamás á aquel pueblo, á fin de evitar un recibimiento más caluroso que el que pudieran hacerme tres escuadrones franceses en Gascuña.... Pero mira aquella gran torre donde flamea el estandarte de los leones de oro; es la bandera real inglesa, con la divisa de nuestro príncipe. El edificio es la abadía de San Andrés, y allí se hospeda con su corte hace más de un año.

—¿Y aquella otra torre gris?

—La iglesia de San Miguel, y á la izquierda la de San Remo. El caserón inmediato es el palacio de Berland. Mira también esas fuertes murallas, con tres poternas hacia el río y diez y seis en todo el circuito de tierra.

—¿Y á qué el continuo sonar de tantos clarines?

—Mal puede ser otra cosa, cuando casi todos los grandes señores de Inglaterra y Gascuña están aposentados detrás de esos muros y el que más y el que menos quiere que el clarín á su servicio se oiga tanto y tan frecuentemente como el de su vecino. Á fe mía que me recuerdan un campamento escocés por la zambra que arman éstos con sus gaitas. Allí avanza un grupo de pajes que van á dar de beber á los caballos. Cada uno de esos corceles indica la presencia de un caballero en Burdeos, porque tengo entendido que los hombres de armas y arqueros han marchado ya con dirección á Dax.

—¡Simón! llamó el señor de Morel. Avisa á la gente que dentro de una hora estarán aquí las lanchas y que lo tengan todo listo para el desembarco.

El arquero saludó y se dirigió apresuradamente á proa. Sir Oliver no tardó en reunirse á su amigo y ambos caballeros empezaron á pasear sobre cubierta, observando y comentando la vista de la ciudad. Vestía el barón un traje de terciopelo negro, con gorra redonda de igual material y color, y sujeto á ésta el guante de la baronesa, cubierto en parte por rizada pluma blanca. Con la modestia aparente del rico pero obscuro traje contrastaban los brillantes arreos de Sir Oliver, vestido á la última moda, con justillo, calzón y capa corta de terciopelo verde, acuchilladas de rojo las mangas y con birrete rojo también y de gran tamaño. Las puntas de su calzado, encorvadas à la poulaine, parecían amenazar las piernas del rechoncho caballero.

—Una vez más nos vemos frente á esta puerta de honor que en tantas ocasiones nos ha franqueado el paso á los campos del combate y de la gloria, dijo el barón contemplando la ciudad con brillante mirada. Allí ondea el pabellón del príncipe y justo es que ante todo le rindamos homenaje. Ya veo dirigirse hacia aquí las lanchas que deben de conducirnos.

—No es maleja la posada inmediata á la puerta del oeste, contestó el glotón, y bien pudiéramos aplacar el hambre antes de ir á saludar al príncipe, porque la mesa de éste, aunque cubierta de brocado y plata, no es gran cosa para gentes de mi apetito, ni Su Alteza tiene la menor simpatía por sus superiores....

—¿Sus superiores?

—En la mesa y con el tenedor en la mano, quiero decir. Dios me libre de faltarle al respeto, pero le he visto sonreirse porque yo miraba por cuarta vez al trinchante un día que nos sirvieron caza soberbia. Y en cambio él me da lástima en la mesa, jugueteando con su cubilete de oro, en el que bebe cuando más un poco de vino aguado. Y os recuerdo lo del mesón, amigo, porque la guerra y la gloria no bastan á un cuerpo como el mío, ni es cosa de estrechar el cinto por la prisa de saludar á Su Alteza.

—Casi todas las naves cercanas á la nuestra ostentan el escudo de algún noble, continuó el señor de Morel. Hé allí el de los Percy, é inmediatos los de Abercombe, Moreland, Bruce y tantos otros. Extraño sería que de tal reunión de bizarros caballeros no resultasen notables hechos de armas. Aquí está nuestra lancha, Butrón, y si es vuestro parecer iremos directamente á la abadía con nuestros escuderos, dejando á maese Golvín al cuidado de armas y bagajes y de su desembarque.

Pronto quedaron instalados caballeros y escuderos en una de las lanchas y sus caballos en una barcaza prevenida al efecto. Apenas llegó el barón á tierra hincó la rodilla y elevó al cielo ferviente súplica. Después sacó de su pecho un pequeño parche negro y poniéndoselo sobre el ojo izquierdo lo ató firmemente, diciendo:

—¡Por San Jorge y por mi dama! Hago voto de no descubrir este ojo hasta haber visto la tierra de España y realizado en ella un hecho de armas que redunde en honra de mi patria y de mi nombre. Así lo juro sobre mi espada y sobre el guante de mi dama.

—Al veros y oiros me siento rejuvenecer veinte años, Morel, le dijo su amigo cuando hubieron montado y puéstose en camino hacia la Puerta del Mar. Pero, por merced, si un caballero cegato como vos se quita voluntariamente la mitad de la poca vista que le queda, no váis á distinguir un arquero inglés de un capitán español. Paréceme que no habéis andado muy cuerdo en la elección de vuestro voto.

—Sabed, señor caballero, repuso el barón con voz imperiosa, que siempre veré lo bastante para distinguir la senda del deber y de la gloria, camino en el cual no necesito guía.

—¡Medrados estamos, y no es mal humorcillo el que mostráis apenas llegado á tierra de Francia! exclamó Sir Oliver. Pero á bien que si me buscáis querella, y con vos no he de tenerla, aprovecharé la ocasión para dejaros solo y visitar una vez más la Cabeza de Oro aquí cercana, cuyos guisos de perdices adobadas han dejado en mí eterna remembranza.

—No, amigo, dijo sonriente el barón. Nos conocemos y estimamos demasiado para reñir por palabra más ó menos, como dos pajecillos. Creedme, venid conmigo á saludar al príncipe y después buscaremos alojamiento y mesa; aunque tengo para mí que verá con pesar á tan buen servidor como vos trocar la mesa del príncipe por la de un figón. Pero ¿quién viene ahí? ¿No es ese caballero que nos saluda el señor Roberto Delvar? ¡Dios sea con vos, buen Roberto! Y aquí está también De Cheney. ¡Qué grato encuentro!

Los cuatro caballeros continuaron juntos su camino, seguidos de Roger, Gualtero y Juan de Norbury, escudero de Sir Oliver. Tras ellos iban Reno y Verney, portaestandartes de Morel y Butrón. Norbury era un joven alto y seco, que cabalgaba erguido y sin mirar á derecha ni izquierda, como muy conocedor de la ciudad, donde ya había estado pocos años antes; pero Gualtero y Roger, llenos de curiosidad, lo escudriñaban todo, paseantes, calles, edificios y blasones, llamándose mutuamente la atención á cada instante hacia cuanto les rodeaba. El joven de Pleyel no se cansaba de oir la nueva lengua en que se expresaban los vendedores de los puestos ambulantes y los grupos de gentes del pueblo.

—¿Pero has oído en tu vida cosa semejante? preguntaba á su compañero. Lo raro es que no se les haya ocurrido aprender el inglés y hablar como Dios manda, ahora que su tierra pertenece á la corona de Inglaterra. Y ¡por vida mía! que estas muchachas francesas valen un imperio. Mira esa moza del zagalejo azul. ¡Vaya un palmito!

No es maravilla que el aspecto de la ciudad produjera profunda impresión en los que la contemplaban por vez primera. Rica, populosa, animadísima, Burdeos se hallaba entonces en su apogeo. Además de sus industrias, armerías y gran comercio, las prolongadas guerras que habían arruinado á tantas otras villas francesas la habían favorecido notablemente. En Burdeos se acaparaba y se vendía inmenso botín, procedente de batallas, saqueos y presas marítimas, cuyo producto en ella se gastaba casi totalmente. Además, la numerosa corte del Príncipe Negro allí instalada definitivamente, había atraído á multitud de nobles ingleses con sus familias y servidores, elemento fastuoso cuyo entretenimiento, fiestas y grandes gastos contribuían no poco á la prosperidad de la noble villa del Garona. Sin embargo, la reciente acumulación de fuerzas numerosas para la próxima expedición á España en auxilio de Don Pedro de Castilla contra su hermano bastardo Don Enrique de Trastamara, había producido gran escasez y carestía de provisiones y el Príncipe Negro acababa de enviar la mayor parte de sus tercios y escuadrones á la comarca de Dax, en Gascuña.

Frente á la abadía de San Andrés se abría una gran plaza que á la llegada de nuestros caballeros estaba ocupada por multitud de gentes del pueblo atraídas por la curiosidad, soldados, religiosos, pajes y vendedores ambulantes. Algunos brillantes caballeros que se dirigían á la morada del príncipe cruzaban la plaza á intervalos, separando con dificultad los grupos de hombres, mujeres y chiquillos que se precipitaban á su paso. Las enormes puertas de roble y hierro estaban abiertas de par en par, indicando que el príncipe daba audiencia en aquel momento; y una veintena de arqueros apostados frente al edificio mantenía las turbas á debida distancia, no sin distribuir de cuando en cuando cintarazos sendos entre los curiosos más osados. En el ancho portal daban guardia dos caballeros armados de punta en blanco, calada la visera y apoyados en sus lanzas; y entre ellos, sentado á una mesa baja y atendido por dos pajes, se hallaba el secretario de Su Alteza, encargado de anotar en el registro que delante tenía el nombre y títulos de los nobles visitantes y en especial los de aquellos recién llegados á la corte. Era aquel personaje hombre de avanzada edad, cuyos largos cabellos y barba blancos le daban venerable aspecto, realzado por el amplio ropaje de color púrpura que lo cubría hasta los pies.

—Ahí tenéis á Roldán de Parington, secretario regio, dijo el señor de Morel. Pobre del que trate de engañarle ó de contradecir sus notas y registros, porque es el hombre más versado que existe en asuntos genealógicos y tiene en la memoria los títulos y blasones de cuantos caballeros hay en Francia é Inglaterra y creo que también la historia completa de sus alianzas y servicios. Dejemos aquí nuestros caballos y entremos con los escuderos.

Llegados al portal y al secretario regio, halláronle en animado coloquio con un joven y elegante caballero, muy deseoso al parecer de conseguir entrada en la abadía.

—¿Os llamáis Marvel? decía Roldán de Parington. Pues me parece que no habéis sido presentado aún.

—Así es, contestó el otro. Aunque sólo llevo veinticuatro horas en Burdeos, no he querido diferir la presentación de mis respetos á Su Alteza.

—Que no deja de tener otros muchos y muy graves asuntos á que atender. Pero siendo Marvel por fuerza pertenecéis á los Marvel de Normanton, y así lo veo en efecto por vuestro blasón: sable y armiño.

—Marvel de Normanton soy, afirmó el joven tras un momento de vacilación.

—En tal caso vuestro nombre es Esteban Marvel, hijo primogénito del barón Guy del mismo apellido, muerto recientemente.

—El barón Esteban es mi hermano mayor, confesó en voz baja el noble y yo soy Arturo, el segundo de mi casa y de mi nombre.

—¡Acabáramos! exclamó el implacable secretario. Y siendo ello así ¿dónde está en vuestro escudo el crestón que lo denote? ¿Para cuándo es la media luna de plata que debería de llevar vuestro blasón para indicar que no es el del jefe de la familia, sino el de un segundón? Retiraos, señor mío y no esperéis ser presentado al príncipe hasta tener vuestro escudo de armas muy en regla.

Retiróse confuso el noble, siguióle con la vista el secretario y notó casi en seguida el estandarte con las cinco rosas encarnadas que tan orgullosamente portaba el veterano Reno.

—¡Por mi nombre! exclamó Parington. Huéspedes tenemos hoy aquí á quienes no hay que preguntar si los abona nobleza de primer orden. ¡Las Rosas de Morel! ¡Y digo, la cabeza de jabalí de los Butrón! ¡Ah! Pendones son esos que podrán estarse aquí en fila, esperando turno, pero que han figurado y figurarán siempre en primera línea en los campos de batalla. ¡Bienvenidos, señores! ¡Qué alegría la del canciller De Chandos cuando vea y abrace á sus predilectos compañeros de armas! Por aquí, caballeros. Vuestros escuderos son sin duda dignos del renombre de sus señores. Á ver las armas. ¡Hola! aquí tenemos á un Clinton, de la antigua familia de Hanson y á uno de los Pleyel, rancia nobleza sajona. ¿Y vos? Norbury. Los hay en Chesire y también en la frontera de Escocia. Corriente, señores míos; vuestra admisión y presentación tendrán efecto al instante.

Los pajes abrieron una puerta inmediata que daba entrada á un amplio salón, en el que nuestros caballeros hallaron congregados á otros muchos nobles que como ellos esperaban audiencia. En el testero fronterizo á la puerta de entrada había otra guardada por dos hombres de armas. Abríase á intervalos para dar paso á un funcionario que nombraba en alta voz al noble designado por el príncipe.

Butrón y Morel tomaron asiento y Roger no tardó en distinguir entre los grupos de apuestos caballeros á uno que hacia él se dirigía y á quienes todos saludaban con respeto y miraban con evidente interés. Muy alto y delgado, blanco el cabello y blancos también los desmesurados bigotes que caían laciamente hacia el cuello, parecía conservar por su mirada de águila, la viveza de sus ademanes y la gracia de su paso todo el vigor de la juventud. Tenía el rostro lleno de cicatrices, señal indeleble, algunas de tremendas heridas, que lo desfiguraban por completo; faltábale además un ojo, y con tantas averías hubiera sido imposible reconocer en él al bizarro doncel que cuarenta años antes había sido el encanto de la corte inglesa por su valor, su fama y su presencia y el caballero predilecto de las damas. Pero entonces como después seguía siendo el canciller De Chandos honra y prez de la nobleza del reino, una de sus mejores lanzas y el más respetado de sus caballeros, el héroe de Crécy, Chelsea, Poitiers, Auray y de tántos otros combates como años contaba su larga y gloriosa vida.

—¡Ah, por fin os encuentro, corazón de oro! exclamó Chandos abrazando estrechamente al barón de Morel. Tenía noticias de vuestra llegada y no he parado hasta dar con vos.

—Grande es el placer que me causa volver á ver al amigo querido y al modelo de caballeros, dijo Morel devolviendo el abrazo.

—Y por lo que veo, añadió riéndose el de Chandos, en esta campaña seremos tal para cual, porque á mí me falta un ojo y vos os habéis tapado uno de los vuestros. ¡Bienvenido, Sir Oliver! No os había visto. Entraremos á saludar al príncipe cuanto antes, pero os prevengo que si hace esperar á tales caballeros es porque está ocupadísimo. Don Pedro de Castilla por una parte, el rey de Aragón por otra, el de Navarra, que cambia de parecer de la noche á la mañana, y luégo el enjambre de señores gascones, añadió bajando la voz, con sus interminables pretensiones, todo contribuye á que el príncipe no tenga una hora suya. ¿Cómo dejasteis á mi señora de Morel?

—Bien de salud, pero entristecido el ánimo. Mucho me encargó que os saludara en su nombre.

—Soy siempre su caballero y su esclavo. ¿Y vuestro viaje?

—No pudiera desearlo mejor, contestó el barón. La mar algo alborotada, pero tuvimos la suerte de avistar unas galeras piratas, á las que dijimos dos palabras.

—¡Siempre afortunado, Morel! Ya nos contaréis la aventura esa. Pero ahora, dejad aquí á vuestros escuderos, seguidme de cerca y creo que el príncipe no vacilará en recibiros fuera de turno, cuando sepa qué par de veteranos ilustres están haciendo antesala.

Los señores de Morel y Butrón siguieron al de Chandos, saludando á su paso entre los grupos de nobles á muchos antiguos compañeros de armas.

CAPÍTULO XIX ANTE EL DUQUE DE AQUITANIA
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