CAPÍTULO XI
DEL CONVENTO Á ESCUDERO Y DE DISCÍPULO Á MAESTRO
SOBRE el macizo arco que daba entrada á la fortaleza se veía el escudo de los Monteagudo, un corzo gules en campo de plata, y junto á él las armas del veterano condestable, las rosas de Morel. Al pasar el puente levadizo le pareció á Roger que en una de las saeteras brillaba la armadura de un soldado; y apenas estuvieron todos en el pórtico, sonó un clarín y el pesado puente se elevó tras ellos como impulsado por manos invisibles, con gran ruido de cadenas. El barón acompañó á su esposa á la sala del castillo y un obeso mayordomo se encargó de los tres recienllegados, á quienes trató á cuerpo de rey. Satisfechos ampliamente sus estómagos y refrescados con un baño en la cercana acequia, siguieron Tristán y Roger al arquero, que examinaba atentamente la fortaleza con la práctica de quien tantas había visto en su vida. Á sus dos compañeros, que por primera vez se hallaban en un castillo, les parecían aquellos gruesos muros del todo inexpugnables, y veían con asombro el número de centinelas apostados en puertas, murallas y almenas, sin contar los soldados del cuerpo de guardia situado cerca del puente levadizo, que limpiaban sus armas, cantaban ó hablaban con sus mujeres é hijos en el ancho pórtico.
—Me parece que un puñado de rústicos podría defender esta fortaleza contra diez compañías del rey, dijo Tristán.
—Lo mismo digo, asintió Roger.
—Pues bien os equivocáis, mes garçons, exclamó el arquero. Mucho más formidables que ésta las he visto yo rendidas en una sola noche. ¡Por el filo de mi espada! Pues ¿y el castillo de Monleón, en Picardía, que parecía un cerro y que batimos, tomamos y saqueamos los soldados de Sir Roberto Nolles, antes de que existiera la Guardia Blanca? De allí saqué yo unos arreos de caballo, de plata maciza, que me valieron cien ducados.
—¿Sois vos el arquero Aluardo? le preguntó en aquel momento un ballestero que acababa de cruzar el patio del castillo.
—Simón Aluardo, para serviros.
—Pues mírame bien, camarada, y no tendré necesidad de nombrarme.
—¡Mala bombarda me parta si no es esa la cáfila de Reno el arquero! Embrasse-moi, camarada; y ambos amigos se estrecharon como dos osos.
—Sí, el arquero Reno, ahora ballestero al servicio del barón, y casi olvidado ya de disparar ballesta ó arco. Pero ven acá, viejo lobo; en la sala de armas se habla de recorrer una vez más la buena tierra de Francia y aun se dice que el barón en persona....
—Las buenas noticias se saben pronto, á lo que veo, dijo Simón dando una carcajada y guiñando el ojo á Tristán.
—¡Bravo! gritó Reno. Desde ahora ofrezco un cirio de dos libras á mi santo patrón. ¡Si supieras tú lo que es pudrirse aquí la sangre, entre cuatro paredes, para un soldado como yo! Vengan en buenhora aquellos tiempos en que teníamos franceses que matar y saetazos que dar y recibir, sin hablar de lo que siempre se gana y se divide con los amigos.
—Qué me place verte tan bien dispuesto, repuso Simón. Pero oye, amigo ¿tan vacía está tu bolsa? Porque en tal caso, mientras entramos en el primer campo, castillo ó villa de Francia, aquí llevo yo mi vieja escarcela de cuero al cinto y no tienes más que meter en ella la mano. Ya sabes que entre hermanos de armas no hay tuyo ni mío.
—No, amigo; aquí ni dinero se necesita. No es como en Francia, donde andábamos siempre á puñadas con los hombres y con la rodilla en tierra y la mano abierta ante las mujeres. ¡Qué tiempos aquellos! Con tal que vuelvan pronto.... Y además, se trata de saldar una cuentecilla pendiente. Tú no lo sabes, pero mientras nosotros batíamos el cobre en Rennes, las galeras francesas hicieron un desembarco en Chelsea y quemaron y mataron hasta cansarse y cuando volví á mi pueblo me encontré con que entre las víctimas de sus alabardas se contaban mi madre, mi hermana y sus dos hijos, dos chiquitines que apenas sabían hablar. ¡Rayos de Dios! Cuando te digo que ardo en deseos de verme otra vez frente á frente de aquella canalla....
—Pues descuida, Reno, que si bien parece que esta vez nos esperan en España más que en Francia, andan las cosas tan revueltas que siempre habrá trabajo en todas partes y para todos los gustos. Desde luego hallaremos por Castilla el famoso Duguesclín, que con las mejores lanzas francesas anda al servicio de un príncipe español, Don Enrique de Trastamara, empeñado en ponerlo en el trono, al paso que el monarca legítimo Don Pedro, hermano del pretendiente, se ha dirigido á nuestro rey Eduardo en demanda de auxilio y creo que el mismísimo Príncipe Negro nos llevará al combate. Ya ves, pues, que habrá ocasión de poner una flecha tan pronto en un castellano como en un francés. Pero entre tanto, amigo Reno, creo que también tú y yo tenemos nuestra cuenta pendiente y....
—¡Pesia mí, que lo había olvidado con la alegría de verte, camarada! dijo Reno. Muy cierto es ello, y también que apenas nos habíamos puesto en guardia nos separaron el maldito preboste y sus hombres de armas.
—Á quienes la peste se lleve por entremetidos. Pero como quedamos en aclarar el punto en nuestra próxima entrevista, y veo que llevas puesta la espada, en guardia, Reno amigo y á quien Dios se la dé....
—Palabra empeñada y cuestión de honra son cosa sagrada, dijo Reno desenvainando el acero. La luz de la luna basta para vernos el bulto y estos dos mozos servirán de testigos. Cuestión de honra, compañeros.
—¿Qué decís? exclamó Roger. ¿Qué cuestión de honra puede inducir á dos amigos como vosotros á matarse á sangre fría? ¡Tened! Pero ¿no sabéis que eso es un pecado mortal, que el odio os ciega? ¡Por favor, Simón!
—No hay odio ni cosa que se le parezca, frailecico mío, repuso jovialmente Simón, mientras el otro veterano miraba sorprendido al doncel. No hay sino una cuestioncilla no terminada á gusto nuestro. ¡Ojo á mi espada, Reno!
—Guárdate de la mía, Simón hermano, que hace meses no he tenido ocasión de esgrimirla una sola vez y necesito esta escaramuza para ejercitar la muñeca. ¡Á ello!
—¿Pero qué espíritu sanguinario os anima? ¡No lo consentiré y antes tendréis que matarme! gritó Roger poniéndose delante del arquero.
—Tampoco lo consentiré yo, exclamó el no menos sorprendido Tristán, enarbolando un pesado tablón que vió apoyado contra el muro. ¡Ea, basta de broma! Al primero que mueva el chafarote lo aplasto como un sapo. ¡Pues no faltaba más!
—¿Qué mala mosca ha picado á este par de gansos? preguntó Reno. Cuidado, gigantón, no empiece yo por darte una sangría y te caiga encima la tabla esa....
—Decidme, Simón, interrumpió vivamente Roger, la causa de vuestra querella, para ver si ello admite honroso arreglo, antes de que os degolléis como enemigos implacables.
El arquero miró pensativamente al suelo y después á la luna.
—¿La causa, muchacho? ¿Y cómo quieres tú que yo me acuerde de tal cosa, cuando nuestra disputa ocurrió allá en Limoges hace más de dos años? Pero ahí está Reno, que te lo dirá en un santiamén.
—No tal, dijo Reno bajando la espada. Desde entonces he tenido otras muchas cosas en que pensar y aunque me rompa la crisma no lo recordaré nunca. Creo que estábamos jugando á los dados. No, creo que fué cuestión de faldas. ¿Eh, Simón?
—Dados ó mujeres, creo que le andas cerca. Á ver, en Limoges conocíamos á... ¡Calla! ¿pues no te acuerdas de aquella Rosa tan frescachona, que servía en el mesón de Los Tres Cuervos? ¡Aux Trois Corbeaux! Apuesto á que ya no sabes una palabra de francés, animal. ¡Qué chica aquella! Yo me enamoré como un bendito.
—Y yo, y otros muchos también, dijo Reno. No estoy seguro de que fuese ella el objeto de nuestra reyerta, pero sé muy bien que el mismo día que íbamos á batirnos desapareció de la venta en compañía de Ivón, el arquero aquel de Gales ¿te acuerdas? Un licenciado del ejército me dijo después que habían abierto una taberna, en no sé qué ciudad del Garona y que Rosa sigue haciendo de las suyas y él bebe tanto vino y cerveza como diez de sus parroquianos.
—¿Sí? Pues aquí acaba nuestra querella, dijo Simón envainando la espada. No se dirá que por una chiquilla capaz de preferir á un desertor y sobre todo á un hijo de Gales, se han dado de cuchilladas dos mozos como nosotros.
—Más vale así, repuso Reno envainando á su vez, porque el barón nos hubiera oído ó hubiera sabido el duelo y tiene pregonado que á los duelistas de la guarnición les hará cortar la mano derecha. Y ya sabes que cuando él dice una cosa....
—Como si lo dijera la Biblia, ya lo sé. Ea, una visita al mayordomo, que me parece buen hombre, á ver si nos da alguna cerveza con que brindar por el barón.
Dirigiéronse los cuatro hacia las cocinas del castillo, pero al salir del patio vieron á un gentil pajecillo que se dirigió á Roger diciéndole:
—El señor de Morel os espera arriba, en la saleta contigua á su cámara.
—¿Y mis compañeros?
—Á vos solo.
Siguió Roger al paje, que le condujo por una ancha escalera al corredor del primer piso y á una cámara cuyas paredes cubrían tapices y panoplias, donde le dejó solo. Descubrióse el doncel y no viendo á nadie comenzó á examinar las armas y los antiguos y macizos muebles de roble tallado. Había desaparecido la primitiva sencillez de las habitaciones en los castillos, debido en parte al deseo de proporcionar mayores comodidades á las damas y sobre todo al ejemplo de los cruzados, que habían traído de Oriente el lujo y las riquezas incompatibles con la vida incómoda y mezquina de las fortalezas feudales. Influencia no menos poderosa había sido después la de las grandes guerras con Francia, nación que en el siglo XIV adelantaba en mucho á Inglaterra en las artes de la paz y cuyos progresos y refinamientos dejaron huella marcadísima en las costumbres inglesas de aquella época.
Absorto estaba Roger en la contemplación de los objetos de arte que enriquecían la estancia, cuando oyó la risa mal reprimida de una mujer. Miró á todos lados sin ver persona alguna, repitióse la risa y por fin distinguió detrás de la mampara que á su izquierda tenía una blanca mano que sustentaba un espejo con marco y mango de plata, puesto de manera que reflejaba todos sus movimientos. Permaneció el joven por algunos momentos inmóvil, sin saber qué hacer y luégo vió que desaparecían mano y espejo y que se adelantaba hacia él una hermosísima joven, con traje tan elegante como rico. En su rostro sonriente reconoció Roger el de la doncella á quien aquella mañana librara él de las asechanzas de su hermano, y su sorpresa creció de punto.
—Veo que os admira hallarme aquí, dijo alegremente la encantadora dama. Trovador quisiera ser para cantar cual se merece nuestra aventura de ayer; el perverso Hugo, la cuitada doncella y el paladín esforzado que la rescata de las garras del tirano. Mis trovas os harían célebre y pasaríais á la posteridad cual otro Percival ó Amadís famoso y gran desfacedor de entuertos.
—Insignificante fué lo que yo hice para merecer tanto elogio, pudo decir por fin Roger. Mas no sabéis, señora, cuánta es mi alegría al volver á veros y saber que llegasteis sana y salva á vuestra morada, suponiendo que lo sea este castillo.
—Lo es, y el barón León de Morel es mi padre. Pude revelároslo al despedirnos, pero como me dijisteis que era este el término de vuestro viaje, preferí callarme y daros una sorpresa, antes de que volváis á encerraros entre las cuatro paredes de vuestra celda. Pero ante todo, os he hecho llamar para haceros un encargo, mejor dicho, para pediros un servicio.
—¿Qué deseáis?
—¡Cuan poco galante sois! Pero en fin, no me extraña. Un caballero más acostumbrado al trato de las damas se hubiera puesto desde luego á mis órdenes, pero vos me preguntáis qué os quiero. Pues bien, necesito que corroboréis con vuestro testimonio mis palabras. Voy á decir á mi padre que os encontré en la parte del bosque situada al sur del camino de Munster. De lo contrario, si averigua que le desobedecí y puse la planta en las tierras de Clinton, no escapo sin una encerrona atroz y lo menos una semana de rueca y tapicería.
—Si el barón me interroga no le contestaré.
—¡Cómo! Pero es que tendréis que contestarle. Y asegurarle lo que os he dicho, ó lo pasaré muy mal.
—¿Pero cómo he de poder decirle lo que no es cierto? ¿Seríais capaz de hacerlo vos, sabiendo que estabais leguas al norte del camino?...
—¡Oh, me aburrís con vuestros sermones! ¿Os negáis? Pues yo sé lo que debo hacer.
—No os ofendáis, por favor. Pensad en lo que me pedís.... Pero aquí está vuestro noble padre.
—Estadme atento y veréis si soy ó no buena discípula vuestra. Padre mío, continuó dirigiéndose al barón, que acababa de entrar; estoy altamente obligada á este caballero, á quien encontré esta mañana en el bosque de Munster y que me prestó un valioso servicio. Ocurrió el hecho á dos leguas justas al norte del camino de Munster y por consiguiente en una propiedad donde vos me habíais prohibido poner los pies.
—¡Ah, Constanza! repuso el señor de Morel, que daba el brazo á una anciana dama; me cuesta más hacerme obedecer de tí que de aquellos doscientos arqueros de la piel del diablo á quienes capitaneaba yo en el sitio de Guiena. Pero silencio, niña, que tu madre estará aquí dentro de un momento y no hay necesidad de que se entere. Por esta vez no llamaremos al preboste y sus guardas ¿eh? Pero retírate á tu cámara y no vuelvas á las andadas. Sentáos aquí, junto al fuego, madre mía, dijo á la anciana cuando se hubo retirado su hija. Acercáos, Roger de Clinton; deseo hablaros, y en presencia de mi madre, sin cuyo buen consejo no gusto de resolver siempre que puedo consultarla.
Roger, sorprendido, se inclinó.
—Yo misma indiqué al barón que os hiciera llamar, dijo la noble dama, porque tengo de vos los mejores informes y creo que merecéis entera confianza. Conozco algo vuestra historia; habéis vivido en el claustro y es bien que veáis ahora algo del mundo antes de elegir entre uno y otro. Precisamente, mi hijo necesita junto á sí una persona como vos, que vele por él, que lo atienda. Entre vuestros compañeros, si aceptáis, veréis jóvenes de la mejor nobleza del reino.
—¿Sois jinete? preguntó el barón.
—He cabalgado mucho en las posesiones de Belmonte.
—Sin embargo, tendremos en cuenta la diferencia entre la pacífica mula de los frailes y el caballo de batalla. ¿Sois músico?
—Sé cantar y toco la cítara, la flauta, el rabel....
—¡Bravo! ¿Y en heráldica? ¿Leéis blasón?
—¡Oh sí, perfectamente! Lo aprendí, como todo lo demás, en el convento.
—Pues en tal caso, interpretad aquellas armas; y el señor de Morel señaló uno de los escudos que ocupaban el testero de la habitación.
—Plata; cuatro cuarteles, azul y gules; triple león rampante; la rosa heráldica, unida al blasón de la torre, plata sobre gules; brazo armado, con espada doble; grifo, medio vuelo y casco de cimera.
—Olvidásteis que uno de los tres leones, el de mis deudos los Lutrel, va también armado y los otros no. Pero bien está para un novicio. Sé que además leéis y escribís bien, cosa muy útil en ocasiones, cuando de un mensaje secreto depende la vida de muchos, la suerte de una plaza y quizás el éxito de la guerra. ¿Creéis poder servir de escudero á un noble en la campaña que vamos á emprender?
—Tengo buena voluntad y aprenderé lo que no sepa, contestó Roger, á quien llenaba de gozo la perspectiva de obtener aquel puesto cerca del barón.
—Pues vos seréis el escudero de mi hijo, agregó la anciana. Cuidaréis de sus efectos, de sus armas, de cuanto le haga falta y pueda contribuir á su mayor comodidad, aunque nunca fué mucha la de los campamentos. Y vos cuidaréis también de su escarcela, porque mi querido barón es tan generoso que probablemente la vaciaría en manos del primer desdichado que le diera lástima. No sería la primera vez. Muchos detalles del servicio escuderil os son desconocidos, naturalmente, pero como decís vos mismo, no tardaréis en aprenderlos y creo que seréis el mejor escudero de cuantos hasta ahora ha tenido mi hijo.
—Señora, dijo el doncel muy conmovido, aprecio la alta honra que vos y el señor barón me hacéis, confiándome cargo tan cercano á la persona de uno de los más famosos caballeros del reino. Al aceptar tan gran merced, tanto más bienvenida para mí por las circunstancias y el aislamiento en que me hallo, sólo temo que mi inexperiencia me haga indigno de vuestro favor.
—No sólo instruido, sino modesto; cualidades bien raras por cierto en pajes y escuderos, continuó la bondadosa dama. Descansad esta noche y mañana os verá mi hijo. Conocimos y estimamos á vuestro padre y nos place hacer algo por su hijo, si bien no podemos conceder nuestra estimación á vuestro hermano, uno de los espíritus más turbulentos de la comarca.
—Nos será imposible partir en todo el mes, dijo el barón, pues hay mucho que preparar y tiempo tendréis de familiarizaros con vuestros deberes. Rubín, el paje de mi hija, está loco por seguirme, pero es aun más joven que vos, casi un niño, y vacilo en exponerlo á las penalidades de esta guerra en lejanos países.
—Puesto que no partiréis en algunas semanas, observó la anciana, se me ocurre que este joven puede prestarnos un buen servicio durante su permanencia en el castillo. ¿Entiendo que en la abadía habéis aprendido mucho?
—He estudiado mucho, señora, pero aprendido sólo una pequeña parte de lo que saben mis buenos maestros.
—Lo que sabéis basta á mi propósito. Quisiera que desde mañana dedicáseis un par de horas diarias á instruir en lo posible á mi nieta Constanza, que bien lo necesita y no gusta de estudios. No parece sino que aprendió á leer para devorar novelas sentimentales é inútiles ó trovas insulsas. El padre Cristóbal viene del priorato á enseñarle lo que puede, pero no sólo es muy anciano sino que su discípula lo domina y poco provecho saca de sus conferencias con el buen padre. Con ella y con Luisa y Dorotea de Pierpont, doncellas de buena familia que con nosotros residen, formaréis una pequeña clase. Hasta mañana.
Así se vió Roger convertido no sólo en escudero del barón León de Morel, futuro capitán de la Guardia Blanca, sino en maestro de tres nobles doncellas, cargo este último en que jamás soñara. Pensando en ello y gozoso del cambio ocurrido en su suerte, resolvió no omitir por su parte esfuerzo alguno para complacer á sus bienhechores.