CAPÍTULO XV
DE CÓMO EL GALEÓN AMARILLO SE HIZO Á LA VELA
LOS soldados de Morel durmieron aquella noche en San Leonardo, repartidos entre las granjas, graneros y dependencias de aquel poblado, perteneciente, como tantos otros, á la rica abadía de Belmonte, que no muy lejos quedaba. Roger volvió á ver con alegría el hábito blanco de algunos religiosos allí aposentados y recordó conmovido sus años de vida monástica al oir la campana de la capilla convocando á vísperas. Al rayar el alba se embarcaron hombres de armas, arqueros y servidores en anchas barcas que los esperaban en la ría del Lande y pasando frente al pintoresco pueblo de Esbury llegaron á la rada de Solent y al puerto de Lepe, donde debía de efectuarse su embarco en la galera del rey. En el puerto vieron multitud de barcas y botes, y anclado á buena distancia un buque de gran tamaño que se balanceaba sobre las espumosas olas.
—¡Dios sea loado! exclamó el barón. Nuestros amigos de Southampton han cumplido su promesa y hé allí el galeón pintado de amarillo que nos describían y ofrecían enviarnos á Lepe en sus últimas cartas.
—Amarillo canario, dijo Roger. Y á lo que parece, bastante grande para recibir á bordo más soldados que semillas tiene una granada.
—De lo cual me alegro, observó Froilán, porque ó mucho me engaño ó no haremos el viaje solos. ¿No véis allá á lo lejos, entre aquellas casuchas de la playa, los colores de un gonfalón y el brillo de las armas? Esos reflejos no proceden de remos de pescadores ni de ropilla de villanos.
—Muy cierto es ello, contestó Gualtero. Mirad, allá va un bote lleno de hombres de armas, con dirección á la nave. Tendremos compañía numerosa, tanto mejor. Y por lo pronto nos dan la bienvenida; ved á los del pueblo que vienen á recibirnos.
Grupos numerosos de hombres, mujeres y niños se dirigían al encuentro de las barcas y agitaban desde la playa sombreros y pañuelos, lanzando alegres exclamaciones y vitoreando al famoso capitán. Apenas saltaron á tierra los arqueros de la primera barca, mandados por el sargento Simón, se acercó á éste un obeso personaje ricamente vestido, que llevaba al cuello gruesa cadena de oro de la que pendía sobre el pecho enorme medalla del mismo metal.
—Sed bienvenido, alto y poderoso señor, dijo descubriendo una gran calva y saludando profundamente á Simón. Sed bienvenido á nuestra ciudad y aceptad nuestros humildes respetos. Dadme desde luego vuestras órdenes, capitán ilustre, y decidme en qué puedo serviros, á vos y á vuestra gente.
—Pues ya que tan atento lo ofrecéis, contestó Simón con sorna, por lo que á mí toca me contentaré con un par de eslabones de esa cadena que lleváis al cuello, que más gruesa no la he visto jamás, ni aun entre los más opulentos caballeros de Francia.
—Sin duda os chanceáis, señor barón, repuso admirado el personaje, que no era otro sino el corregidor de Lepe. ¿Cómo he de entregaros parte de esta cadena, insignia del municipio de nuestra ciudad?
—Acabáramos, gruñó el veterano. Vos buscáis al barón de Morel, nuestro valiente capitán, y allí lo tenéis, que acaba de desembarcar y monta el caballo negro.
El corregidor contempló sorprendido al barón, cuya endeble apariencia mal se avenía con la fama de sus proezas.
—Sois tanto más bienvenido, díjole después de repetir el respetuoso saludo que antes había dirigido al taimado arquero, por cuanto esta leal ciudad de Lepe necesita más que nunca defensores como vos y vuestros soldados.
—¿Qué decís? Explicaos, exclamó el señor de Morel, esperando atentamente la respuesta del funcionario.
—Lo que pasa, señor, es que el sanguinario pirata Cabeza Negra, uno de los más crueles bandidos normandos, acompañado del genovés Tito Carleti, ha aparecido últimamente por nuestras costas, saqueando, incendiando y matando. Ni el valor de nuestro pueblo ni las vetustas murallas de Lepe ofrecen protección suficiente contra tan temibles enemigos, y el día que se presenten por aquí....
—Adiós Lepe, concluyó Gontrán el escudero, á media voz.
—¿Pero tenéis motivos para creer que atacarán vuestra villa? preguntó el barón.
—Sin duda alguna. Las dos grandes galeras cargadas de piratas han saqueado ya las vecinas poblaciones de Veymouz y Porland y ayer incendiaron á Coves. Muy pronto nos tocará el turno.
—Pero es el caso, observó el señor de Morel poniendo su caballo en dirección de las puertas de la ciudad, que el príncipe real nos espera en Burdeos y por nada en el mundo quisiera verle en camino dejándome rezagado. No obstante, os prometo dirigirme á Coves y hacer todo lo posible para descubrir y castigar á esos bandidos por aquellas cercanías, tratándolos de suerte que no piensen en nuevas expediciones ni desembarcos.
—Mucho os agradecemos la oferta, repuso el magistrado, pero no veo cómo podáis triunfar con vuestro único barco sobre las dos poderosas galeras corsarias, al paso que con vuestros arqueros en los muros de Lepe fácil os sería dar á los piratas una lección sangrienta.
—Ya os he dicho mis razones para no detenerme aquí. Y por lo que hace á la desigualdad de fuerzas, creed que me infunde gran confianza el aspecto de aquel galeón amarillo que allí me espera, y que con mi gente á bordo no temeré los ataques de dos ni de tres barcos piratas. Hoy mismo nos haremos á la vela.
—Perdonad, señor barón dijo entonces uno de los que acompañaban al corregidor. Me llamo Golvín y soy capitán del Galeón Amarillo, destinado á conduciros. Marino desde la infancia, he peleado á bordo de barcos ingleses contra normandos y genoveses, bretones, españoles y sarracenos, y os aseguro que la nave de mi mando es muy débil para atacar corsarios. Lo único que conseguiréis si dáis con ellos será el degüello de la mitad de vuestra gente y la perspectiva, para los que sobrevivan, de ser vendidos como esclavos y pasar la vida remando en galeras piratas ó moras.
—Pues no creáis, señor capitán, que me han faltado combates navales en mi larga carrera de soldado, replicó el noble, y por lo mismo que el castigo de esos bribones presenta dificultades tanto mayor es mi deseo de vérmelas con ellos y sentarles la mano. Á pesar de vuestras palabras, capitán, me parecéis marino experto y valeroso y creo que conmigo ganaréis honra y provecho en esta empresa.
—He cumplido mi deber diciéndoos francamente lo que de ella opino, en las condiciones en que váis á emprenderla, dijo Golvín, lisonjeado por las palabras del barón. Pero ¡por Santa Bárbara! marino viejo soy y no sé lo que es el miedo. Que nos hundamos ó no, contad conmigo. Á Coves os he de llevar, y si á los amos del barco no les gusta el viaje, que busquen otro capitán después del zafarrancho.
Tras el grupo de jefes y escuderos entraron en la población los soldados de Morel, mezclados con multitud de gentes del pueblo en cuyos semblantes se leía el contento que les causaba la llegada de aquellos bizarros defensores. El tuno de Simón llevaba del brazo á dos robustas muchachas, á las que juraba amor eterno, y entre las últimas filas descollaba la elevada estatura de Tristán, en cuyo ancho hombro se sentaba una chicuela pescadora de quince abriles, que un tanto asustada asía con ambas manos el casco del gigante.
Pensativo cabalgaba el corregidor junto á su ilustre huésped y no notó que un caballero de obesidad portentosa y rubicundo semblante se abría paso entre las filas de curiosos y se dirigía precipitadamente á su encuentro.
—¡Cómo se entiende, señor corregidor! gritó el recienllegado con esfuerzo tal que se le amorató el rostro. ¿Dónde están las ostras y almejas prometidas para la comida de hoy?
—Calmaos, Sir Oliver, dijo el magistrado. Es muy posible que mi mayordomo y mi cocinero hayan olvidado los ostras ó no hayan podido conseguirlas; pero no hay motivo para desesperarse por tal bicoca. No faltará que comer.
—¿Bicoca? ¡Pues me gusta! Una comida sin ostras, sin una miserable almeja. ¿Qué va á ser de mí? Nunca me hubierais convidado á vuestra mesa....
—Vamos, quedaos siquiera un día sin ostras, amigo Oliver, exclamó el barón riéndose, que si hoy habéis perdido vuestro plato favorito en cambio volvéis á ver á un amigo, á un compañero de armas.
—¡Por San Martín! gritó el mofletudo personaje, olvidando toda su cólera. ¡Vos, Sir León, el paladín del Garona! ¡Bienvenido seáis! Ah, con vos se renueva la memoria de aquellos buenos tiempos. ¡Qué aventuras, qué tajos y qué guerreros! ¿Os acordáis?
—Sí á fe mía. Felices días y gloriosos triunfos aquellos.
—Pero tampoco nos faltaron tribulaciones y pesares. ¿Recordáis lo que nos pasó en Medoc?
—No sería gran cosa, buen Oliver; alguna escaramuza que tuvisteis y en la que no tomé parte, pues recuerdo muy bien no haber desenvainado la espada mientras en Medoc estuve....
—Siempre el mismo, furibundo Morel, fierabrás incorregible. No se trata de dar ni recibir lanzadas y mandobles, sino de la calamidad irremediable que nos sucedió en aquel figón, donde nos quedamos sin la más apetitosa empanada de liebre que he visto en mi vida porque el bruto del posadero, en lugar de sal, la llenó de azúcar. ¡Dios de justicia, cómo olvidar tamaño desastre!
—¡Ja, ja, ja! Veo que también vos seguís siendo el mismo, Sir Oliver, gastrónomo incomparable, cuyo apetito iguala á vuestro valor. ¡Oh, sí! La posada de Medoc, en compañía de Lord Pomers y Claudio Latour, y vuestra desesperación al ver perdido el guisado, y cómo perseguisteis al mesonero espada en mano hasta la calle y quisisteis pegar fuego al figón. ¡Ja, ja! Creedme, señor corregidor; mi amigo y compañero el noble Oliver de Butrón es hombre peligroso cuando enristra la lanza y cuando se queja su estómago, y lo mejor que podéis hacer es procurarle cuanto antes esos mariscos que tanto anhela.
—Antes de una hora los tendrá en su plato, dijo el corregidor. Con la alarma en que estamos no he podido pensar en nada y confieso que olvidé por completo la promesa que hice anoche á vuestro noble amigo de proporcionarle uno de sus platos favoritos. Pero supongo, señor de Morel, que vos también honraréis mi pobre mesa.
—Mucho tengo que hacer todavía, contestó el barón, pues me propongo embarcar á toda mi gente esta misma tarde. ¿Qué fuerza mandáis, Sir Oliver?
—Cuarenta y tres hombres. Los cuarenta están borrachos perdidos y los tres entre dos luces, pero los tengo á todos seguros á bordo.
—Pues bueno será que no beban un trago más, porque antes de que cierre la noche me propongo darles tarea cumplida, lanzándolos con mi gente sobre esos piratas normandos y genoveses de quienes habréis oído hablar.
—Y que llevan consigo buena provisión de caviar y finas especias de Levante y otras golosinas apetitosas que me prometo gustar, dijo el corpulento noble relamiéndose los labios. Sin contar el buen negocio que puede hacerse con la venta de las especias sobrantes. Os ruego, señor capitán, que cuando volváis á bordo mandéis á los marineros que echen un cubo de agua sobre cuantos soldados de mi mando estén todavía calamocanos.
Dejando á su noble amigo y á los personajes de la ciudad congregados para el banquete, dirigióse el barón con su Guardia Blanca á la playa, donde comenzó rápidamente el embarque de hombres, caballos y armas en grandes barcas que los condujeron á bordo del galeón. Tanta prisa les dió el barón y con tan buena maña los recibieron y acomodaron á bordo el capitán y sus marinos, que se dió la señal de levar el ancla cuando el señor de Butrón estaba todavía engullendo los delicados manjares que cubrían la mesa del corregidor. No es de extrañar tanta presteza si se recuerda que poco antes había embarcado el Príncipe Negro cincuenta mil hombres en el puerto de Orvel, con caballos, artillería é impedimenta, haciéndose la escuadra á la vela á las veinticuatro horas de comenzado el embarque. En el último bote que dejó la playa de Lepe iban los dos famosos capitanes, el barón León de Morel y el caballero Oliver de Butrón, formando por su aspecto el mayor contraste imaginable. Seguíalos otra barca llena de grandes piedras que el barón había ordenado llevar á bordo. Poco después se hacía á la vela el enorme Galeón Amarillo, enarbolando el pabellón morado con una imagen dorada de San Cristóbal en su centro y saludado por las aclamaciones de la multitud que se agolpaba en la playa. Más allá de Lepe se extendían los bosques de Hanson y tras ellos las verdes colinas en línea no interrumpida, formando un paisaje risueño y pintoresco.
—¡Juro por mis pecados que bien vale la pena de pelear y morir por tierra tan hermosa! exclamó el barón, que de pie en la popa tenía fijos los ojos en aquella costa fértil y poblada cual ninguna. Pero mirad allí, Sir Oliver, entre aquellas rocas; ¿no os ha parecido ver á un jorobado?
—Nada puedo ver, contestó el interpelado con melancólico acento, porque con las prisas que vos nos dáis siempre que se trata de ir á romperse el alma con alguien, tengo atragantada una ostra como el puño y no puedo olvidar la botella de vino de Chipre que tuve que dejar sobre la mesa, sin más que catarlo.
—Yo lo he visto, señor barón, dijo Froilán; el jorobado estaba sobre la roca más alta, mirando nuestro barco, y desapareció de súbito.
—Su presencia confirma los buenos augurios que he observado hoy, repuso el barón. Al dirigirnos á la playa cruzaron nuestro paso un religioso y una mujer, y ahora divisamos un jorobado antes de perder de vista la costa. Presagio dichoso. ¿Qué piensas tú de ello, Roger?
—No sé qué deciros, señor barón, contesto el doncel. Romanos y griegos, con ser pueblos de gran ilustración, tenían completa fe en esos augurios, pero no faltan entre los modernos pensadores y hombres de ciencia muchos que consideran tales signos como vanos y pueriles.
—No diré yo tal, observó el señor de Butrón, recordando en aquel momento otro de los desastres gastronómicos que tanto lamentaba. Los presagios nunca fallan, y si no dígalo todo el ejército del príncipe Eduardo, que allá en el paso de los Pirineos oyó de repente un trueno formidable en medio del día, sin que una sola nube ocultase el azul del cielo. Todos sabíamos lo que aquello significaba y que estábamos amenazados de una gran calamidad; y en efecto, trece días después desapareció de la puerta de mi tienda un soberbio cuarto de venado y mis escuderos descubrieron que se habían agriado seis botellas de vino bearnés que llevaba para mi mesa....
—Pues ya que de escuderos habláis, dijo el barón cuando cesó la risa provocada por los recuerdos de Sir Oliver, debo decir á los míos que hoy mismo tendrán brillante ocasión de acreditar su valor y de imitar el ejemplo que les han dejado nobles antecesores. Id á la cámara, muchachos, y traedme mi arnés; el señor de Butrón y yo nos armaremos aquí, sobre cubierta, con vuestra ayuda. Después aprestaos vosotros, por lo que pueda ocurrir y decid á los oficiales que tengan hombres y armas dispuestos á la primera señal. ¿Quién de nosotros mandará en jefe, Sir Oliver?
—Vos, amigo mío, vos. Yo soy guerrero viejo como vos y conozco mi oficio, pero no puedo compararme con el gran capitán que fué un tiempo escudero de Guillermo de Marny. Lo que hagáis estará bien hecho.
—Corriente y gracias. Vuestro pabellón ondeará en la proa y el mío á popa. Os daré como vanguardia vuestros cuarenta hombres y otros tantos arqueros míos. Cincuenta hombres más con mis escuderos formarán la guardia de popa. Los demás en el centro y á los costados del barco, á excepción de una docena armados de arcos y ballestas, que irán á las cofas. ¿Qué os parece la distribución?
—Inmejorable. Pero aquí me traen mi armadura y el ponérmela es ya para mí tarea larga y difícil.
Entretanto se notaba gran movimiento á bordo, los arqueros y hombres de armas formaban en grupos sobre cubierta, examinando aquéllos sus arcos y atendiendo á los consejos que les daban el sargento Simón y otros veteranos, expertos en el manejo de la temible arma.
—Firmes, muchachos y que no se mueva nadie de donde yo lo ponga, iba diciendo Simón de grupo en grupo. Mientras tengáis un buen arco en la mano no hay pirata que se acerque. Y sobre todo, no olvidéis que en cuanto se suelta una flecha ya debe estar la otra en la mano y en la cuerda. Esta ha sido siempre la regla en la Guardia Blanca.
—Y digo yo, amigo Simón ¿no es también regla el dar á cada soldado medio cuartillo de vino mientras espera á los piratas con el gaznate seco? preguntó Tristán de Horla.
—Eso vendrá después, borrachín, pero ahora hay que ganarlo. Cada uno á su puesto, que ó mucho me engaño ó apuntan por allí dos mástiles, tras las Agujas de Coves.
Arqueros y hombres de armas se tendieron sobre cubierta, en cumplimiento de las órdenes del barón. Cerca de la proa colgaba de una robusta lanza el escudo de armas de Butrón, una cabeza negra de jabalí en campo de oro, y en el centro de la proa Reno el veterano clavaba el estandarte con las cinco rosas de Morel. Cubrían el centro de la nave los atezados marinos de Southampton, gente aguerrida toda, armada con hachas de abordaje, mazas y picas. Su jefe el capitán Golvín hablaba con el barón á popa, escudriñando ambos el horizonte y vigilando el velamen y los dos timoneles.
—Dad orden, dijo el barón, de que ningún soldado ni marino se deje ver hasta que el clarín les mande tender los arcos. Conviene que esos corsarios tomen al Galeón por un barco mercante de Southampton que huye al descubrir sus naves.
—¡Allí están! ¿No lo dije yo? exclamó el capitán volviendo apresurado junto al barón después de transmitir su orden. Ved las dos galeras balanceándose plácidamente en la bahía exterior de Coves, y mirad también en tierra, hacia el este, la humareda que levantan sus últimos incendios. ¡Ah, perros! Ya nos han visto; las lanchas de los incendiarios se apartan de la costa á todo remo, dirigiéndose á sus galeras, que Dios confunda. ¡Y qué multitud á bordo! Parece aquello un hormiguero. Os repito, señor barón, que la empresa pudiera muy bien resultar superior á nuestras fuerzas. Esos buques piratas son de primer orden y sus tripulantes gente desesperada, que lucha hasta morir.
—Pues amigo, os envidio la buena vista que tenéis, contestó el señor de Morel con imperturbable calma, guiñando sus ojillos irritados. Por lo pronto, hacedme la merced de decir á la gente que hoy no se da cuartel á nadie. Tratándose de esas fieras, no quiero prisioneros. ¿Tenéis á bordo un sacerdote ó un religioso?
—No, señor barón.
—No importa. La Guardia Blanca se puede pasar sin ellos, porque los tengo á todos bien confesados desde Salisbury y maldito si han tenido ocasión de cometer fechorías desde que emprendimos la marcha. Pero á la verdad, lo siento por el contingente de Vinchester que manda mi noble amigo de Butrón, pues según noticias y señales, es gente díscola y la han corrido en grande estos días. Á ver, dad orden de que recen todos un padrenuestro y un avemaría mientras esperan la señal de ataque.
No tardó en oirse el prolongado murmullo de todas aquellas preces, dichas con singular recogimiento por arqueros, marinos y hombres de armas tan devotos como valientes. Muchos de ellos sacaron cruces y reliquias que besaron fervientemente, tendidos sobre cubierta y sin mostrarse al enemigo.
El Galeón Amarillo había abandonado las aguas del Solent y se alejaba de la costa á toda vela, cortando pesadamente las espumosas olas. En su seguimiento se habían lanzado las dos naves piratas, pintadas de negro, de corte estrecho y largo, que contrastaba con la mayor altura y rotunda forma del galeón á que daban caza. Parecían dos lobos hambrientos en seguimiento de su presa.
—Pero decidme, señor barón. Esos perros han visto ya el escudo y pendón que llevamos á proa y popa y saben que tenemos dos nobles á bordo, dijo Golvín.
—Ya había pensado yo en ello, pero no es de caballeros ni de jefes de tropas reales el ocultar su presencia. Se dirán que os dirigís á Gascuña y habéis recibido nobles pasajeros con destino al cuartel general de nuestro príncipe. ¡Cómo acortan la distancia! Á juzgar por su aspecto y el nuestro diríase que dos halcones se preparan á caer sobre inocente paloma. Pero no es maravilla que nos alcancen tan pronto, con su triple hilera de remos, al paso que nosotros sólo tenemos las velas. ¿Véis alguna señal ó bandera á bordo de esos barcos?
—En la vela mayor del de la izquierda hay pintada una enorme cabeza negra, respondió el capitán.
—Es la galera del cruel pirata normando y la primera vez que la ví fué en Chelsea. También lo ví á él, Cabeza Negra, en medio del combate. Es un gigante con la fuerza de seis hombres y los crímenes de sesenta sobre la conciencia.
—Sólo á un bárbaro como él se le ocurriría entrar en combate con dos infelices colgados de las vergas de su buque. ¿Los véis?
—Así es en efecto, replicó el barón. La Virgen de Embrún me concederá la merced de ahorcarlo también á él dentro de pocas horas. ¿Qué insignia es aquella en las velas del otro pirata?
—Lo que prueba que tenemos allí al barbudo Tito Carleti, tan valiente y casi tan malo como su compañero de piraterías. Ese genovés pretende que no hay en el mundo arqueros ni soldados como los suyos y tenemos que probarle lo contrario.
—Se lo probaremos, asintió el animoso capitán. Pero entre tanto, bueno será que los arqueros y ballesteros escogidos de antemano suban á las cofas disimulando su presencia y su número lo más posible. Las tres anclas están ya en el centro del buque, con veinte pies de cable cada una y sólidamente amarradas al palo mayor, con cuatro buenos marineros á cargo de cada ancla. Según vuestras órdenes, diez hombres distribuídos á lo largo de la cubierta, con pellejos llenos de agua, cuidarán de apagar todo fuego que puedan producir las flechas incendiarias si las usan esos bandidos. Las piedras están también en las cofas, y los arqueros se encargarán de aplastar con ellas á cuanto grupo de piratas se les ponga á tiro.
—Enviadles á más de las piedras cualquier otro objeto pesado que tengáis á bordo, dispuso el barón.
—Pues en tal caso lo mejor será izarles á Sir Oliver, apuntó Gualtero.
—¡Brava ocasión para chanzas! dijo el señor de Morel, con mirada tal que hizo temblar al escudero. Además, no se dirá que un servidor mío ha hecho burla de un noble en mi presencia sin el debido correctivo. Después de todo, continuó reprimiendo con trabajo una sonrisa, demasiado sé que ha sido esa una chanza de muchacho, sin intención aviesa. Sin embargo, Gualtero, debo á vuestro padre Carter de Pleyel el ordenaros que procuréis refrenar la lengua.
—Ataque por babor y estribor á la vez, exclamó el capitán Golvín, viendo separarse los dos barcos enemigos. El normando tiene á proa un pedrero y se preparan á disparar.
—Á ver, Simón, tres arqueros, los mejores que tengas, ordenó el barón; que elijan los arcos más poderosos que haya á mano y den una lección á los artilleros apenas crean que no perderán sus flechas.
—¡Arnoldo, Renato y Jaime, á popa! exclamó enseguida el veterano. Una sangría al primer babieca que toque aquel pedrero. Trescientos cincuenta pasos, á lo sumo. Arnoldo, hijo mío, tú el primero y á ver si te luces. ¿Ves el canalla aquel con la gorra roja? Pues á ensartarlo, antes de que disparen.
Los tres arqueros nombrados, fija la mirada en la proa del barco enemigo, tendían lentamente la cuerda de sus enormes arcos, sin cuidarse ya de si los veían ó no los piratas. El numeroso grupo que éstos formaban se había apartado del pedrero, dejando solos junto á él á dos hombres encargados de dispararlo. El de la gorra roja se inclinó para apuntar, abrió los brazos y cayó de bruces con una flecha clavada en el costado. Casi en el mismo instante recibió el otro pirata un dardo en la garganta y otro en una pierna y quedó retorciéndose sobre cubierta.
Al grito de furor de los piratas respondieron las carcajadas de los arqueros.
—¡Bien, muchachos! gritó Simón. Pero ocultaos de nuevo tras la borda, porque veo que han resuelto aprovechar la lección y tienden red de malla para protegerse contra nuestras flechas. Que nadie asome. No tardaremos en oir silbar las piedras de esos jayanes.