CAPÍTULO XIV
AVENTURAS DE VIAJE
EL barón permaneció algún tiempo cabizbajo; Froilán y Roger no iban menos silenciosos y pensativos que él, pero el alegre Gualtero, que no tenía penas ni amores, se entretenía en blandir la pesada lanza de su señor, amenazando con ella á los árboles y dirigiendo grandes botes á imaginarios enemigos, aunque cuidando mucho de que el barón no advirtiese su belicosa pantomima. Iban á retaguardia de la columna, y á veces oía Roger el paso acompasado de los arqueros y los relinchos de los caballos.
—Venid á mi lado, muchachos, dijo el señor de Morel al pasar frente á un cortijo, donde el camino se ensanchaba notablemente. Puesto que me habéis de seguir á la guerra, bueno será que os diga cómo quiero ser servido. No dudo que Froilán de Roda mostrará ser digno hijo de su valiente padre, y tú, Gualtero, del tuyo, el noble señor de Pleyel. Cuanto á Roger, recuerda siempre la casa á que perteneces y el honor que te hace y los deberes que te impone la larga línea de los señores de Clinton. No cometáis el error, muy común entre soldados, de creer que nuestra expedición tiene por objeto principal el de obtener botín y rescates, aunque ambas cosas puede y suele conseguirlas todo buen caballero. Vamos á Francia, y á España según espero, en primer lugar para sostener el brillo de las armas inglesas y en segundo término para hacer famosos nuestro nombre y nuestro escudo, ventaja inmensa del caballero sobre el villano. Y ese prestigio puede obtenerse no sólo en combates y asedios sino en justas y duelos, para los cuales nunca falta razón ó pretexto. Pero en tierra extraña ó en territorio enemigo ni pretexto se necesita y basta desenvainar la espada é invitar cortésmente á otro hidalgo á duelo singular. Por ejemplo, si estuviéramos en Francia diría yo ahora á Gualtero que se dirigiese al galope hacia aquel caballero que allí viene y que después de saludarlo en mi nombre lo invitase á cruzar conmigo la espada.
—Pues no se llevaría mal susto el infeliz, exclamó Gualtero, que miraba atentamente al desconocido. Como que es el molinero de Salisbury, caballero en su mula bermeja y probablemente atiborrado de cerveza, según costumbre.
—Por eso es que el escudero debe preguntar, en caso de duda, si el pasante es ó no caballero. Yo he tenido muchas y muy interesantes aventuras de viaje, y una de las que más recuerdo es mi encuentro á una legua de Reims con un paladín francés con quien combatí cerca de una hora. Rota su espada, me dió con la maza tan terrible golpe que caí maltrecho y no pude despedirme como deseaba de aquel valiente campeón, ni preguntarle su nombre. Sólo recuerdo que tenía por armas una cabeza de grifo sobre franja azul. En parecida ocasión recibí en el hombro una estocada de León de Montcourt, con quien tuve la honra de cruzar la espada en el camino de Burdeos. Fué aquella nuestra única entrevista y conservo de ella el más grato recuerdo, porgue mi enemigo se condujo como cumplido caballero. Y no olvidemos al bravo justador Le Capillet, que hubiera llegado á ser un gran capitán de las huestes francesas....
—¿Murió? preguntó Roger.
—Tuve la desgracia de matarlo en un delicioso bosquecillo inmediato á los muros de Tarbes. Aventuras parecidas las hallábamos en todas partes, en el Languedoc, Ventadour, Bergerac, Narbona, aun sin buscarlas, porque á menudo nos esperaba un escudero francés, á la vuelta del camino, portador de cortés mensaje de su señor para el primer caballero inglés que quisiera aceptar el reto. Uno de ellos rompió tres lanzas conmigo en Ventadour, en honor de su dama.
—¿Pereció en la demanda, señor barón? dijo Froilán.
—Nunca lo he sabido. Sus servidores se lo llevaron en brazos, aturdido, desmayado ó muerto. Por entonces no cuidé de indagar su suerte porque yo mismo salí de la lucha contuso y malparado. Pero allí viene un jinete al galope, como si lo persiguiera una legión de enemigos.
El viento barría el camino, que en aquel punto formaba suave pendiente. Al otro lado de una hondonada volvía á subir y se perdía en un bosquecillo, entre cuyos primeros árboles desaparecía en aquel momento la retaguardia de la columna. El jinete pasó junto á ésta sin detenerse y empezó á subir la cuesta en cuya cima estaban el barón y sus servidores, hostigando incesantemente á su caballo con espuela y látigo. Roger vió que el corcel venía cubierto de polvo y sudor y que lo montaba uno al parecer soldado, de duras facciones y con casco, coleto de ante y espada. Sobre el arzón llevaba un paquete envuelto en blanco lienzo.
—¡Paso al mensajero del rey! gritó al acercarse.
—Poco á poco, seor gritón, dijo el noble atravesando su caballo en el camino. También yo he sido servidor del rey por más de treinta años, pero jamás lo he ido pregonando á voces.
—Estoy de servicio y llevo conmigo lo que al rey pertenece. Me impedís el paso á vuestra costa....
—Entre mis muchas aventuras tampoco me ha faltado la de toparme de manos á boca con bergantes que encubrían sus traidores designios pretendiendo ser mensajeros de Su Alteza, insistió el señor de Morel. Veamos qué credenciales os abonan.
—¡Á la fuerza, entonces! gritó el jinete echando mano á la espada.
—Si sois caballero, dijo el barón, continuaremos nuestra entrevista aquí mismo. Si plebeyo, cualquiera de estos tres escuderos míos, aunque de noble cuna, se dará por bien servido con castigar vuestra audacia.
El desconocido los miró airado y soltando el puño de la espada comenzó á desenvolver apresuradamente el paquete que sobre el arzón llevaba.
—Yo no soy caballero ni escudero, dijo, sino antiguo soldado y ahora servidor de la justicia de nuestro príncipe. ¿Queréis credenciales? Pues aquí las tenéis; y presentó á los horrorizados caballeros una pierna humana reciéncortada. Esta es la pierna de un ladrón descuartizado en Dunán y que por orden del justiciero mayor llevo á Milton para clavarla allí en un poste donde todos la vean y sirva de escarmiento.
—¡Peste! exclamó el barón. Hacéos á un lado con vuestra carga. Seguidme al trote, escuderos, y dejemos atrás cuanto antes á este ayudante del verdugo. ¡Uf! Os aseguro, continuó cuando estuvieron en la ladera opuesta, que los montones de muertos en un campo de batalla no me causan tanta repugnancia como una sola de esas carnicerías del cadalso.
—Pues á bien que no han faltado atrocidades en las guerras de Francia, según los relatos de nuestros soldados, observó Roger.
—Cierto es, contestó el barón. Pero sabed que los mejores combatientes, los verdaderos soldados, no maltratan jamás á un hombre vencido y desarmado, ni degüellan y destrozan prisioneros, ni se encarnizan en los débiles en el saqueo de una plaza. Esa tarea cruel se queda para los cobardes y los viles, que por desgracia nunca faltan y para esas turbas de merodeadores que van como buitres en seguimiento de las tropas y en busca de fáciles presas. Si no me engaño, allí á la derecha del camino hay una casa entre los árboles.
—Una capilla de la Virgen, dijo Froilán, y á su puerta un anciano pordiosero.
El noble se descubrió y deteniendo su caballo á la puerta de la modesta capilla, rogó en alta voz á la Reina de los Cielos que bendijese sus armas y las de sus soldados en la próxima campaña.
—Una limosna, mis buenos señores, dijo entonces el mendigo, con voz suplicante. Favoreced á este pobre ciego, que hace veinte años no ve la luz del día.
—¿Cómo perdisteis la vista, abuelo? preguntó el barón.
—Entre las llamas de un incendio, que me quemaron toda la cara.
—Grande es vuestra desdicha, pero también os libra de ver no pocas miserias, como la que acabamos de contemplar nosotros en este mismo camino, dijo el señor de Morel, recordando la ensangrentada pierna del ladrón descuartizado. Dale mi bolsa, Roger, y apresuremos el paso, que nos hemos quedado muy atrás.
Roger se guardó muy bien de obedecer la orden de su señor y recordando las instrucciones de la baronesa, tomó una sola moneda de la escarcela encomendada á su cuidado y se la dió al mendigo, que la recibió murmurando gracias y oraciones.
Desde una eminencia cercana vieron los viajeros el pueblo de Horla, situado en el fondo de un valle y á cuyas primeras casas llegaba en aquel momento la vanguardia de las fuerzas de Morel. Éste y sus escuderos pusieron los caballos al galope y muy pronto alcanzaron las últimas filas, á tiempo que se oyó una voz estridente y estallaron las carcajadas de los soldados. El barón vió entonces un gigantesco arquero que marchaba fuera de las filas y tras él una viejecilla diminuta, vestida pobremente y con una vara en la mano, con la cual sacudía vigorosamente las espaldas del arquero á cada pocos pasos, sin dejar de reñirlo á gritos. La víctima de aquella novel ejecución hacía tanto caso de los palos que recibía como si hubiesen sido dados en uno de los robles del bosque.
—¿Qué es eso, Simón? preguntó el señor de Morel. ¿Qué atropello ha cometido el arquero? Si ha ofendido á esa mujer ó apoderádose de su hacienda, juro dejarlo colgado en la plaza del pueblo, aunque sea el mejor soldado de mi compañía.
—No, señor barón, contestó el veterano esforzándose por contener la risa. El arquero Tristán es de este pueblo de Horla y la mujer es su madre, que le da la bienvenida á su manera.
—¡Yo te enseñaré, holgazán, perdido, gandul! gritaba la vieja esgrimiendo la vara.
—Poco á poco, madre, decía Tristán, que ya no ando de vago sino que soy arquero del rey y voy á las guerras de Francia.
—¿Con que á Francia, bribón? Más te valiera quedarte aquí, que yo te daré toda la guerra que quieras, sin ir tan lejos.
—Eso no lo dudaré yo, buena mujer, dijo Simón, que ni franceses ni españoles han de sacudirle el polvo como vos lo hacéis.
—¿Y á tí qué te importa, deslenguado? exclamó la viejecilla volviéndose airada contra Simón. ¡Bonito soldado estás tú también, entrometido, borrachín!
—¡Aguanta, Simón! dijeron los arqueos en coro, con gran risa.
—Dejadla en paz, camaradas, dijo Tristán, que ha sido siempre buena madre y lo que la desespera es que yo he hecho mi santa voluntad toda la vida, en lugar de trabajar como un forzado con los leñadores de Horla. Ya es hora de decirnos adiós, madre, continuó, levantando á la endeble mujer como una pluma y besándola cariñosamente. Quedad tranquila, que os he de traer una saya de seda y un manto de terciopelo que ni para una reina y decid á Juanilla mi hermana que también habrá para ella buenos ducados de plata cuando yo vuelva.
Dicho esto regresó el arquero á las filas y continuó la marcha con sus compañeros. La mujer se quedó lloriqueando, y al llegar junto á ella el barón le dijo:
—¿Lo véis, señor? Siempre ha sido lo mismo; primero se metió á fraile para holgazanear, y porque una mozuela no le quiso, y ahora se me marcha á la guerra dejándome vieja y pobre, sin un alma de Dios que me traiga un brazado de leña del monte....
—Consoláos, buena mujer, que con la protección de Dios él volverá sano y salvo y no sin su parte de botín. Lo que siento es haber dado mi bolsa á un mendigo allá en el bosque....
—Perdonad, señor, dijo Roger; todavía quedan en ella algunas monedas.
—Pues dádselas á la madre del arquero, ordenó el noble, poniendo al trote su caballo, mientras Roger depositaba dos ducados en la mano de la vieja, que olvidando su cólera invocó las bendiciones del cielo sobre el barón, Tristán y sus compañeros.
Llegada la columna al río Léminton se dió la voz de alto para comer y descansar, y antes de que el sol empezara su marcha hacia el ocaso reanudaron la suya los soldados, entonando alegres canciones. Por su parte el barón deseaba vivamente llegar al término de su viaje y á tierra enemiga, para cruzar la espada y romper lanzas una vez más con los adversarios de sus anteriores campañas. Pensando iba en ellas cuando él y sus escuderos vieron venir por el camino á dos hombres que desde luego llamaron toda su atención. El que iba delante era un ser raquítico y deforme, cuyos alborotados cabellos rojos aumentaban el volumen de una cabeza enorme; cruel y torva la mirada de los húmedos ojos, parecía lleno de terror y tenía en la mano un pequeño crucifijo que alzaba en alto, como mostrándolo á todos los pasantes. Iba tras él un sujeto alto y fornido, con luenga barba negra, llevando al hombro una maza claveteada que á intervalos alzaba sobre la cabeza del otro, amenazándole de muerte.
—¡Por San Jorge, aventura tenemos! dijo el barón. Averigua, Roger, qué gente es esa y por qué uno de los villanos así amenaza y espanta al otro.
Pero no necesitó adelantarse el escudero, porque los dos hombres siguieron andando y pronto llegaron á pocos pasos del barón. El que llevaba el crucifijo se dejó caer entonces sobre la hierba y el otro enarboló enseguida la pesada maza, con tal expresión de furor y odio que en verdad parecía llegada la última hora del caído.
—¡Teneos! gritó el barón. ¿Quién sois y qué os ha hecho ese infeliz?
—No tengo que dar cuenta de mis actos á los viandantes que encuentro en el camino, contestó secamente el desconocido. La ley me protege.
—No es esa mi opinión, dijo el noble, que si la ley os permite amenazar con esa clava á un hombre indefenso, tampoco me ha de impedir á mí poneros la espada al pecho.
—¡Por los clavos de Cristo, protejedme, buen caballero! exclamó en aquel punto el del crucifijo, poniéndose de rodillas y tendiendo las manos en ademán suplicante. Cien doblas tengo en el cinto y vuestras son si matáis á mi verdugo.
—¿Cómo se entiende, tunante? ¿Pretendes comprar con oro el brazo y la espada de un noble? Creyendo estoy, á fe mía, que eres tan ruin de alma como de cuerpo y que tienes merecido el trato que recibes.
—Gran verdad decís, señor caballero, repuso el de la maza, que es éste Pedro el Bermejo, salteador de caminos y con más de una muerte sobre la conciencia, terror por muchos meses de Chester y toda la comarca. Una semana hace que mató á mi hermano alevosamente, perseguíle con otros vecinos míos y acosado de cerca se refugió en el monasterio de San Juan. El reverendo prior no quiso entregármelo hasta que hube jurado respetar la vida de este asesino mientras tenga en la mano el crucifijo que le dió en prenda de asilo. He respetado mi juramento hasta ahora como buen cristiano, pero también he jurado seguir al miserable hasta que caiga rendido y matarlo como un perro, tan luego se le escape de las manos la santa cruz que aun le protege.
El bandido rugió como una fiera, acercósele amenazante el otro con la maza en alto y los espectadores de aquella escena los contemplaron algún tiempo en silencio, alejándose después por el camino que llevaba la columna.