CAPÍTULO XIII
DE CÓMO LA GUARDIA BLANCA PARTIÓ PARA LA GUERRA
EL día de San Andrés, último de Noviembre, fué el designado para la marcha. Á hora muy temprana comenzó el redoble de los atabales, que llamaba á los soldados, seguido de los toques de clarín ordenando la formación de la Guardia Blanca en el patio de honor de la fortaleza. Desde una ventana de la armería contemplaba Roger el interesante espectáculo; las filas de robustos arqueros y tras ellos el imponente grupo de los hombres de armas, cubiertos de hierro é inmóviles sobre sus caballos, que piafaban impacientes. Mandábalos el veterano Reno, de cuya lanza ondeaba estrecho y largo pendón con las cinco rosas; frente á los infantes, el arquero Simón, orgulloso de la magnífica compañía que tenía á sus órdenes. Acudieron también al patio los sirvientes del castillo y algunos hombres de armas que debían quedarse de guarnición en la fortaleza y querían despedirse de sus amigos. Admiraba Roger el marcial talante de la tropa, cuando le sorprendió un sollozo que oyó á su espalda. Volvióse vivamente y vió con asombro á Doña Constanza, que pálida y desfallecida se apoyaba en el muro de la habitación y procuraba ahogar con un pañuelo posado sobre los labios los sollozos que agitaban su pecho. Los hermosos ojos fijos en el suelo, estaban llenos de lágrimas.
—¡Oh, no lloréis! exclamó Roger corriendo á su lado.
—Me hace daño la vista de todos esos valientes, cuando pienso en su destino y en la suerte que á muchos de ellos aguarda.
—¡Quiera Dios que volváis á verlos á todos antes que transcurra un año! No os aflijáis así, dijo el doncel atreviéndose á tomarle una mano.
—Quisiera poder partir yo también, añadió Constanza, mirándole á través de sus lágrimas y sonriéndose tristemente. Pero en tiempo de guerra sólo nos está permitido consumirnos de impaciencia entre los muros de una fortaleza, hilando ó bordando, mientras que allá, en los campos de batalla... ¡Ah, de qué sirvo yo en este mundo!
—¡Vos! exclamó Roger apasionadamente. ¡Vos sois un ángel del cielo, mi único pensamiento, mi vida entera! ¡Oh, Constanza, sin vos no puedo vivir, como puedo dejaros sin una palabra de amor! Desde que os ví por vez primera todo ha cambiado para mí. Soy pobre y no de vuestra alcurnia, aunque de origen noble, pero os ofrezco un amor acendrado, una adoración constante y eterna. Decidme una sola palabra de afecto, ya que no de amor y ella bastará para animarme y sostenerme en vuestra ausencia, más mortal mil veces que todos los peligros de la guerra. Pero ¡ay de mí! os he atemorizado con mis palabras, ofendídoos quizás....
La conmovida doncella se había llevado las manos al pecho y por dos veces trató de replicar, pero inútilmente. Al fin dijo con débil voz:
—Me habéis sorprendido, sí, mas no ofendido. Completo y súbito ha sido el cambio realizado en vos. ¿No cambiaréis otra vez en la ausencia?
—¡Cruel! ¿Cómo dejar de amaros? ¡Por favor, una sola palabra de esperanza, una mirada, para atesorarla como un bien supremo y saber que puedo seguir adorándoos! No os pido juramento ni promesa.... Decidme solamente que no me prohibís amaros, que algún día tendréis quizás una palabra afectuosa para mí....
Mirábale la joven con dulzura, entreabiertos los labios por una ligera sonrisa y á Roger le parecía oir ya la anhelada respuesta; pero en aquel momento resonó en el patio del castillo una voz potente, seguida de gran ruido de armas y pasos y el trote de los caballos. La columna se ponía en marcha.
—¿Oís? exclamó la joven, erguida, brillante la mirada. Van á partir. Es la voz de mi padre. Vuestro puesto está á su lado, desde este momento hasta su regreso, hasta el regreso de ambos. Ni una palabra más, Roger. Conquistad ante todo la estimación de mi padre. El buen caballero no espera recompensa hasta después de haber cumplido su deber. ¡Adiós, y el cielo os proteja!
El doncel, lleno de alegría al escuchar aquellas palabras, se inclinó para besar la mano de su amada. Retiróla ésta prontamente, al sentir el contacto de los ardientes labios de Roger y salió presurosa de la habitación, dejando en manos del atónito y alborozado escudero el velo blanco que en vano había solicitado Froilán de Roda como preciadísima presea. Oyóse en aquel momento el chirrido de las cadenas que bajaban el puente levadizo; los expedicionarios aclamaron á su jefe, que puesto al frente de la columna había dado la voz de marcha y Roger, besando fervorosamente el fino cendal, lo ocultó en el pecho y salió corriendo al patio.
Soplaba un viento frío y el cielo empezaba á cubrirse de nubes cuando los soldados de Morel tomaron el pendiente camino del pueblo. Á orillas del Avón los esperaban casi todos los vecinos de Salisbury, que vieron en primer lugar á Reno, vistiendo armadura completa, caballero en negro corcel y llevando majestuosamente el pendón de su famoso capitán. Tras él, de tres en fondo, doce veteranos de las grandes guerras, que conocían la costa de Francia y las principales ciudades, desde Calais hasta Burdeos, tan bien como los bosques y villas de su tierra natal, el condado de Hanson. Iban armados hasta los dientes, con lanza, espada y hacha de dos filos y llevaban al brazo izquierdo el escudo corto y cuadrado que usaban los hombres de armas de la época.
Campesinos, mujeres y niños aclamaron con entusiasmo la bandera de las cinco rosas y su arrogante guardia de honor. Seguíanla cincuenta arqueros escogidos, robustos y de elevada estatura, que llevaban el casco sencillo, la cota de armas y sobre ella el coleto blanco con el rojo león de San Jorge y calzaban recios borceguíes anudados á la pierna con luengas correa, todo lo cual constituía el equipo de los Arqueros Blancos. Á la espalda la bien provista aljaba de cuero y el arco de combate, arma la más terrible y mortífera de las conocidas hasta la fecha y pendiente del cinto la espada, el hacha ó la maza, según la elección de cada cual. Á pocos pasos de los arqueros iban los atabales y clarines, cuatro en número, y tras ellos diez ó doce mulas con la impedimenta de la pequeña columna, tiendas, ropas, armas de repuesto, batería de cocina, provisiones, herramientas, arneses, herraduras y demás artículos indispensables ó siquiera útiles en campaña. Un servidor del barón conducía la blanca mula vistosamente enjaezada que llevaba las ropas, armas y otros efectos de la propiedad del noble guerrero. Formaba el centro de la columna un centenar de arqueros y cerraba la marcha el resto de la caballería, es decir, los hombres de armas reclutados recientemente, soldados escogidos todos ellos, aunque no veteranos como sus compañeros de la vanguardia. Mandaba el grueso de los arqueros nuestro amigo Simón y tras él, en primera línea, descollaba Tristán de Horla, un Alcides con capacete, cota de malla, arco, flechas y maza descomunal.
Apenas desembocó la columna en la calle del pueblo comenzó un fuego graneado de chanzas, y menudearon las despedidas y los abrazos.
—¡Hola, maese Retinto! gritó Simón al ver la nariz amoratada del tabernero. ¿Qué harás con tu vinagre y tu cerveza aguada, ahora que nos vamos nosotros?
—Pues voy á descansar, porque tú y tus compañeros os habéis bebido hasta la última gota de cuanto tenía en casa, excepto el agua.
—¡Tus toneles estarán enjutos, pero tu escarcela repleta, truhán! exclamó otro arquero. Á ver si haces buena provisión para cuando volvamos.
—Trae tú el gaznate ileso, que lo que es cerveza y vino no te faltarán, arquero, gritó una voz entre la multitud, respondiéndole grandes carcajadas.
—Estrechar filas, que aquí la calle es callejuela, ordenó Simón. ¡Por vida de! Allí está Catalina, la molinerita, más preciosa que nunca. ¡Au revoir, ma belle! Aprieta ese cinturón, Guillermo, ó el hacha te va á cortar los callos. Y á ver si andas con un poco más de vida, moviendo esos hombros y alta la cabeza, como sólo saben andar los arqueros blancos. Y tú, Reinaldo, no vuelvas á sacudirte el polvo del coleto. ¿Si creerás que vamos á alguna parada? Aguarda, hijo, que antes de llegar al puerto estarás tan empolvado como yo, por mucho que te limpies.
Había llegado la columna á las últimas casas del pueblo cuando el señor de Morel salió del castillo, caballero en el brioso Ardorel, negro como el azabache y el mejor caballo de batalla de todo el condado. Vestía el barón de terciopelo negro y birrete de lo mismo con larga pluma blanca, sujeta por un broche de oro, y no llevaba más armas que su espada, suspendida del arzón. Pero los tres galanos escuderos que le seguían bien montados llevaban, además de sus propias armas, Froilán el yelmo con celada de su señor, Gualtero la robusta lanza y Roger el escudo blasonado. Junto al barón trotaba el blanco palafrén de su esposa, pues ésta deseaba acompañarle hasta la entrada del bosque. La buena baronesa no había querido confiar á nadie la tarea de elegir y empaquetar cuidadosamente las ropas y efectos de su esposo; todo lo había dispuesto ella misma, á excepción de las armas. Y eran de oir las instrucciones que daba á Roger y á los otros escuderos, al encomendarles la persona del barón.
—Creo que nada se ha olvidado, iba diciéndoles. Te lo recomiendo mucho, Roger. La ropa va toda en esa caja, al lado derecho de la mula. Las botellas de Malvasía en el cestillo de la izquierda; le prepararás un vaso de ese vino, bien caliente, por las noches, para que lo tome antes de acostarse. Cuida de que no permanezca horas y horas con los pies mojados, porque lo que es él jamás se acuerda de tal cosa. Entre la ropa va un estuchillo con las drogas más indispensables; y cuanto á las mantas del lecho, han de estar bien secas, sobre todo en campaña....
—No os inquietéis por mí, dijo el barón riéndose al oir aquella enumeración. Os agradezco en el alma vuestra solicitud, pero queréis que mis escuderos me traten más bien como viejo achacoso que como soldado aguerrido. ¿Y tú qué dices, Roger? ¿Por qué tan pálido? ¿No te alegra el corazón, como á mí, el ver las cinco rosas sirviendo de enseña á tan bizarros soldados?
—Ya te he dado la escarcela, Roger, continuó impávida la baronesa, para evitar que tu señor se quede sin blanca desde los primeros días de marcha. Mucho cuidado con el dinero. Los borceguíes bordados de oro son exclusivamente para el día que el barón se presente á nuestro gracioso soberano, ó al príncipe su heredero, y para las reuniones de los nobles. Después los vuelves á guardar, antes de que el barón se vaya de caza con ellos puestos y los destroce....
—Mi buena amiga, observó el señor de Morel, duéleme en el alma separarme de vos, pero hemos llegado á los linderos del bosque y no debéis ir más lejos. La Virgen os guarde á vos y á Constanza basta mi regreso. Pero antes de separarnos, entregadme, os ruego, uno de vuestros guantes, que lo quiero llevar al frente de mi casco en torneos y combates, como prenda de la mujer amada.
—Dejad, barón, que yo soy vieja y nada hermosa y los apuestos señores de la corte se reirían de vos si os proclamaseis paladín de tan pobre dama....
—¡Oid, escuderos! exclamó el señor de Morel. Vuestra vista es mejor que la mía, y quiero que si véis á un caballero, por noble y alto que sea, menospreciar esta prenda de la dama á quien sirvo, le anunciéis inmediatamente que tiene que habérselas con el barón León de Morel, á caballo con lanza y escudo ó á pie con espada y daga, en combate á muerte.
Dicho esto, recibió respetuosamente el guante que le tendía la baronesa y lo aseguró en su gorra, con el mismo broche de oro que sostenía la ondulante pluma. Despidióse después afectuosamente de la dama anegada en lágrimas y poniendo su caballo al trote, seguido de los escuderos, tomó el camino del bosque.