CAPÍTULO IX
EN LA SELVA DE MUNSTER
PASABA el sendero entre corpulentos y elevados árboles, cuyas ramas formaban en muchos puntos verdes arcos sobre el camino, recubierto de hierba y hojas secas. Pocas personas solían recorrerlo y el silencio era completo; una sola vez oyó Roger á lo lejos el agudo ladrido de los perros de caza.
No sin alguna emoción recordaba el viajero que todo aquel bosque y gran parte de las tierras colindantes habían pertenecido un día á la entonces poderosa familia de Clinton. Conocedor de la historia de su casa, sabía que descendía de aquel Godofredo de Clinton, señor de las villas de Munster y Bisterne cuando los normandos posaron por primera vez la planta en territorio inglés. Pero las vicisitudes de la época privaron á sus descendientes de gran parte de aquellos dominios y por fin les fué confiscado el señorío de Bisterne en provecho del patrimonio real, por complicidad de uno de los Clinton en un alzamiento sajón. Las depredaciones de grandes señores feudales siguieron aminorando la propiedad, y no menos la redujeron algunas donaciones á la iglesia, como la hecha por el padre de Roger, que abrió á éste las puertas de Belmonte. Convertido aquél en arrendatario de Belmonte, ocupó hasta su muerte la antigua casa señorial de Munster, habitada ahora por su hijo mayor, á quien dejó encomendado el cultivo de dos granjas y la propiedad de algún ganado y parte del bosque. No ignoraba Roger que á pesar de la decadencia de la familia, su hermano Hugo ocupaba todavía una posición independiente y de relativa importancia en la comarca, y contemplaba con orgullo aquellos gigantes del bosque perteneciente por tantas generaciones á los Clinton de Munster. Absorto en sus recuerdos, sorprendióle la repentina aparición de un hombre vestido como los campesinos del país, alto y vigoroso, que le interceptó el paso enarbolando largo y nudoso bastón.
—¡Ni un paso más! gritó el desconocido. ¿Quién eres que así te atreves á poner el pie en este bosque? ¿Qué buscas y á dónde vas?
—¿Y quién sois vos para hacerme esas preguntas? dijo á su vez Roger poniéndose en guardia.
—Quien puede abrirte el cráneo de un garrotazo si tienes tarda la lengua, fué la brutal respuesta. Pero ¿dónde he visto yo antes esa cara?
—Anoche, sin ir más lejos, en la posada del Pájaro Verde, dijo Roger, que acababa de reconocer á Rodín, el pechero amenazado por Tristán y que tan violentamente se expresara contra el rey y sus nobles y en particular contra su señor el barón de Ansur.
—¡Calla, pues es verdad! ¿Y qué llevas en ese zurrón?
—Nada de valor, alguna ropa y media docena de libros.
—Eso es lo que tú dices, pero lo que es á mí, ver y creer. Venga el zurrón.
—No lo esperéis.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿No sabes, rapaz, que puedo descuartizarte en un santiamén?
—Dado os hubiera las pocas monedas que poseo si me hubiérais pedido en nombre de la caridad. Pero amenazáis como un bandido y sabré defenderme. Sin contar que no escaparéis á la venganza del arrendatario de Munster cuando sepa la villana manera como tratáis á su hermano en sus mismas tierras.
—¡Nuestra Señora de Rocamador me valga! exclamó asustado el malhechor bajando su arma. ¿Vos hermano de Hugo de Clinton? ¡Cómo había de figurármelo! No seré yo quien os robe ni os detenga un momento más.
—Puesto que conocéis á mi hermano, hacedme la merced de indicarme el más corto camino para su casa.
Antes de que pudiera contestar el bandolero se oyeron las sonoras notas de una trompa de caza y vió Roger un hermoso caballo blanco que pasó á la carrera entre los árboles á corta distancia, seguido de la traílla y de numerosos cazadores. Las voces de éstos, el galopar de los caballos y los ladridos de los perros resonaron ruidosamente en todo el bosque. Oíanse todavía los gritos con que animaban á los sabuesos: "¡Sus, Bayardo, Moro, Lebrel! ¡Sus, Sus!" cuando resonó de nuevo el trote de los caballos y apareció un grupo de cazadores á pocos pasos de Roger.
Precedíalos un hombre de cincuenta á sesenta años de edad, de robusto cuerpo y atezado rostro, bajo cuyas pobladísimas cejas brillaban dos ojos de imperiosa y penetrante mirada. Llevaba larga barba entrecana y todo en su aspecto y ademanes revelaba al hombre acostumbrado á mandar y á ser obedecido. Manejaba el hermoso corcel con gracia soberana y vestía rica túnica de seda blanca bordada de pequeñas flores de lis de oro, flotante de sus hombros luengo manto de púrpura. Era imposible no reconocer desde luego á Eduardo III, el invasor de Francia y conquistador de la Normandía, al vencedor de Crécy, uno de los más brillantes guerreros entre los muchos y muy esforzados que habían regido al pueblo anglo-sajón. Roger se quitó la gorra reverentemente, pero el pechero apoyó ambas manos sobre su bastón y miró con expresión nada amistosa al grupo de caballeros que seguían al rey.
—¡Hola! exclamó Eduardo deteniendo su caballo en medio del camino y mirando á Roger y su compañero. ¡Le cerf! ¿Est-il passé? ¿Non? Ici, Brocas, tu parles l'anglais.
—¿Habéis visto el ciervo, bergantes? preguntó imperiosamente un caballero de la escolta. Si lo habéis espantado y hecho desviar os cuesta las orejas.
—Pasó entre aquellos dos árboles, señaló Roger, y los perros le seguían de cerca.
—Bien está, dijo el monarca, que siguió hablando en francés, pues aunque comprendía la lengua de su pueblo, jamás llegó á poseerla bien, ni quiso hablar lo que él llamaba idioma áspero y bárbaro. Os aseguro, continuó, volviéndose en la silla hacia el grupo de caballeros, que ó mucho me engaño ó es un venado de seis puntas, el más soberbio de cuantos hemos levantado hoy. ¡Adelante!
Tras él desaparecieron á carrera tendida guerreros y cortesanos, excepto uno, el barón de Brocas, que haciendo dar un salto á su caballo, levantó el látigo y cruzó con él la cara del pechero, gritándole:
—¡Descúbrete, perro! ¡Descúbrete siempre que tu rey se digne mirarte! Y dando rienda al caballo se lanzó en seguimiento de los cazadores.
El villano recibió el latigazo sin mover un solo músculo. Después alzó el puño en dirección de su verdugo, y rugió:
—¡Te conozco, maldito cerdo gascón, y algún día la pagarás! ¡Malhaya el en que dejaste tu pocilga de Rochecourt para pisar la tierra inglesa! ¡Así te vea yo descuartizado y muertos de hambre á tu mujer y á tus hijos!
—Tened la lengua, buen hombre, dijo Roger; aunque cobarde fué el golpe y capaz de encender en ira al más humilde. Dejadme buscar en mi zurrón un ungüento que llevo y que os será de mucho alivio.
—No, una sola cosa puede calmar el dolor y lavar la afrenta, y esa el tiempo quizás me la depare. Ahí tenéis vuestro camino, el atajo que pasa entre aquel matorral y el árbol con la rama tronchada. Apresurad el paso, que hoy tiene Hugo de Clinton una reunión alegre con sus compañeros de francachela y no os traería cuenta retrasarle la fiesta ni tampoco presentárosle en medio de ella. Yo tengo que quedarme aquí por ahora.
Aparte del dolor que causaban á Roger aquellas repetidas alusiones de todos á la vida licenciosa de su hermano, sorprendíale y angustiábale también el odio ciego que notaba entre las clases que constituían la sociedad de su tiempo. El trabajador maldiciendo á los poderosos, los nobles tratando á los humildes como bestias de carga. Antes, cuando la nobleza era el más firme baluarte de la nación, la toleraba el pueblo; ahora, sabido ya que las grandes victorias obtenidas en Francia lo habían sido no por la pujanza de tales ó cuales barones, por la lanza de este ó aquel caballero, sino por el valor de los soldados, hijos del pueblo de Inglaterra y Gales, había desaparecido en gran parte el prestigio de la nobleza militante y se protestaba contra sus exacciones y se censuraba su arrogancia. Los hombres cuyos padres y hermanos habían peleado como leones en Crécy y Poitiers y visto estrellarse lo más florido de la caballería europea contra los muros de hierro que formaban los plebeyos disciplinados de Inglaterra, no concebían que un gran señor pudiese infundirles temor y mucho menos respeto. El poder había cambiado de manos. El protector habíase convertido en protegido y todo el vetusto armatoste feudal vacilaba sobre sus carcomidos cimientos. De aquí las continuas quejas y murmuraciones del pueblo anglo-sajón, su descontento perenne, las asonadas locales, todo aquel malestar que culminó algunos años más tarde en el gran alzamiento de Tyler. Aquello que tanto inquietaba á Roger á medida que iba conociendo el estado de los ánimos en la comarca de Hanson, hubiera sorprendido igualmente á cualquier otro viajero en todos los restantes condados del reino, desde el Canal hasta los riscos y las lagunas de Escocia.
Los temores del doncel aumentaban á medida que se acercaba á la morada de Hugo, á la casa paterna. Pronto se hizo menos espesa la arboleda y por fin se presentó ante su vista una gran pradera en la que pastaban hermosas vacas; más allá se divisaban numerosas piaras de cerdos y por el centro del llano corría un ancho arroyo. Rústico puente conducía á un camino que llevaba en derechura hasta la puerta de un vasto edificio de madera que Roger contempló con emoción profunda. Una columna de humo salía por la alta chimenea y á la puerta dormía tranquilamente un mastín encadenado.
Rumor de voces sacó de su contemplación al viajero, que vió salir de entre los árboles y dirigirse hacia el puente á un hombre y una mujer, en animada conversación. Llevaba el primero un traje de elegante corte, aunque de obscuro color y sin los adornos y preseas que distinguían á los señores de la escolta real. Largos y muy rubios el cabello y la barba, contrastaban con la negra cabellera de la hermosísima joven que iba á su lado. Era alta y esbelta, de moreno y agraciado rostro. Llevaba una gorra de terciopelo rojo coquetamente ladeada, rico y bien ceñido traje y en la enguantada diestra un pequeño halcón, cuyas erizadas plumas acariciaba suavemente. Roger notó que la hermosa desconocida tenía todo un lado del vestido manchado de lodo. Oculto á medias en la sombra de un roble enorme, contempló embebecido aquella aparición radiante, aquel rostro puro y bello que le recordaba los de los ángeles pintados y esculpidos en los altares de Belmonte.
Por fin la joven se adelantó algunos pasos á su acompañante y ambos cruzaron rápidamente el prado hasta llegar al puentecillo rústico, donde se detuvieron y reanudaron la interrumpida plática. ¿Dos amantes? Tal creyó desde luego el único testigo de aquella escena, mas pronto notó que el hombre interceptaba el paso del puente á la joven y que ésta se expresaba con gran animación, llegando á tomar su voz algunas veces acentos de amenaza y cólera. De vez en cuando dirigía una mirada hacia el bosque, como en espera de auxilio por aquel lado y por fin tomó su rostro tal expresión de angustia que Roger, incapaz de resistir aquella muda apelación, abandonó su escondite y se dirigió aceleradamente hacia el puente. Llegado había muy cerca de ambos personajes sin que éstos notaran su presencia, cuando el hombre enlazó repentinamente con su brazo el talle de la joven y la estrechó contra su pecho. Soltó ella el asustado halcón y lanzando un agudo grito abofeteó y arañó el rostro del rufián, procurando en vano desasirse.
—No os encolericéis, linda paloma, dijo él con gran risa; sólo conseguiréis lastimaros. Lo dicho, bella Constanza, estáis en mis tierras y no saldréis de ellas sin pagarme el tributo de vuestra hermosura.
—¡Soltad, villano! exclamó ella. ¿Es esta vuestra hospitalidad? ¡Antes la muerte que cederos! ¡Soltadme, ó si no!... ¡Á mí, doncel! gritó desesperadamente al ver á Roger. ¡Amparadme, por Dios!
—Sí haré, exclamó el joven acudiendo en su auxilio. ¡Dejad libre á esa dama, que vergüenza debiera daros vuestra conducta!
El agresor dirigió á Roger una mirada centelleante, que denotaba su furor. Al joven le pareció en aquel momento el hombre más hermoso que había visto en su vida, por más que la ira contraía sus facciones acentuando su expresión algo siniestra.
—¡Miserable loco! exclamó, sin soltar á la doncella, que se debatía inútilmente. ¿Osas darme órdenes? ¡Sigue tu camino, aléjate á toda prisa, si no quieres que te arroje de aquí á puntapiés! ¡Largo, te digo! Esta buena moza ha venido á visitarme y no quiero que me deje tan pronto. ¿No es así? dijo soltando el talle de la joven y asiéndola por una muñeca.
—¡Mentís! gritó ella, é inclinándose rápidamente clavó los dientes en la mano que la apresaba.
Soltóla él, lanzando un rugido de dolor y la doncella corrió á guarecerse detrás de Roger.
—¡Fuera de mis tierras, vagabundo! gritó furioso el otro. Por la pinta y el traje me pareces uno de esos ratones de sacristía que engordan en los conventos y no son ni hombre ni mujer. ¡Largo de aquí, antes que te corte las orejas, belitre!
—¿Decís que son estas vuestras tierras? preguntó vivamente Roger, desoyendo amenazas é improperios.
—¿Pues de quién han de ser, farsante, sino mías? ¿Por ventura no soy yo Hugo de Clinton, descendiente de Godofredo y de todos los señores que ha tenido Munster por más de trescientos años? ¿Pretendes disputármelo, falderillo? Pero no, que tú eres de una raza tan perezosa para trabajar como cobarde para habértelas con un hombre. ¡Huye ó te estrello!
—¡Por piedad, no me abandonéis! exclamó temblando la llorosa doncella.
—No lo temáis, le dijo Roger resueltamente. Y vos, Hugo de Clinton, no debiérais olvidar, pues noble sois, que nobleza obliga. Deponed vuestro furor y dejad partir en paz á esta dama, como os lo pide encarecidamente, no un villano, sino un hombre tan bien nacido como vos.
—¡Mientes! No hay en todo el condado quien pueda pretender nobleza cual la mía.
—Excepto yo, repuso Roger, que soy también descendiente directo de Godofredo de Clinton y de todos los señores que ha tenido Munster en los últimos tres siglos. Aquí está mi mano, continuó sonriendo; no dudo que ahora me daréis la bienvenida. Somos las dos únicas ramas que quedan del noble y antiguo tronco sajón.
Pero Hugo rechazó con una blasfemia la mano que le tendía Roger y en su rostro se dibujó una expresión de odio.
—¿Es decir que eres el lobezno de Belmonte? Debí figurármelo y reconocer en tí al novicio hipócrita que no se atreve á contestar á la injuria con la injuria, sino con melosas palabras. Tu padre, á pesar de sus faltas, tenía corazón de león y pocos hombres le hubieran mirado á la cara en sus momentos de cólera. ¡Pero tú! ¿Sabes lo que le costaste á él y lo que me has arrebatado á mí? Mira aquellos pastos, y las siembras de la colina, y el huerto inmediato á la iglesia. ¿Sabes que todo eso y mucho más se lo arrebataron á tu padre moribundo los insaciables frailes, á cambio de hacer de tí un santurrón inútil en su convento? Por tí me robaron antes y ahora vienes tú en persona, probablemente para pedirme con tus lloriqueos otro pedazo de mi hacienda con que engordar á tus amigotes. Lo que voy á hacer es soltar los perros para que te acuerdes toda la vida de tu primera y última visita á Munster; y entre tanto, ¡abre paso!
Diciendo esto empujó á Roger violentamente y asió otra vez el brazo de su víctima. Pero toda idea de reconciliación había desaparecido de la mente del doncel, que acudió rápido en auxilio de la joven y enarbolando su grueso bastón gritó:
—¡Á mí podréis decirme lo que queráis, pero hermano ó no, juro por la salvación de mi alma que os mato como un perro si no respetáis á esta dama! ¡Soltad, ú os parto el brazo!
El movimiento amenazador del garrote y la mirada y la expresión de Roger indicaban claramente que iba á hacerlo como lo decía. Era en aquel momento el descendiente de los nobles Clinton, convertido en temible paladín del honor de una dama. Su corazón latía con violencia y hubiera combatido hasta la muerte, no con uno sino con diez enemigos. Hugo comprendió inmediatamente con quién tenía que habérselas. Soltó el brazo de la doncella y miró á uno y otro lado buscando un arma cualquiera, un palo ó una piedra; y no hallándolos, se lanzó á la carrera en dirección de la casa, á la vez que aplicaba un silbato á sus labios y lanzaba prolongado y penetrante silbido.
—¡Huid, por Dios! exclamó la joven. ¡Ponéos en salvo antes que vuelva!
—¡No sin vos, por vida mía! dijo resueltamente Roger. Dejad que llame á cuantos perros quiera.
—¡Venid, venid conmigo, pues! ¡Os lo ruego! insistió ella tirándole del brazo. Conozco á ese hombre y sé que os matará sin compasión....
—¡Pues bien, huyamos! y asidos de la mano corrieron en dirección al bosque.
No bien había llegado la nueva pareja á los primeros árboles, vieron que Hugo salía de la casa apresuradamente; llevaba en la mano una espada desnuda que brillaba á los rayos del sol, pero no le seguían sus perros y se detuvo un momento á la puerta para soltar al mastín que allí tenía encadenado.
—Por aquí, dijo la joven, que al parecer conocía perfectamente el bosque. Por la maleza, hasta aquel fresno cuyas ramas se inclinan sobre el agua. No os ocupéis de mí, que sé correr tan ligeramente como vos. Y ahora, por el arroyo. Nos mojaremos los pies, pero hay que hacer perder la pista al perro, que probablemente es de tan mala ralea como su amo.
Diciendo esto, corría la hermosa doncella por el centro del arroyo, llevando posado en el hombro su asustado halcón, apartando rápidamente con las manos las ramas que le impedían el paso, saltando á veces de piedra en piedra y ganando terreno con ligereza tanta que á Roger le costaba trabajo seguirla. Admirábale aquella joven tan animosa, tan bella, á quien había salvado y que á su vez procuraba salvarle á él. Larga fué su carrera por el lecho del tortuoso arroyo, y cuando á Roger empezaba á faltarle el aliento, su hermosa guía se arrojó palpitante sobre la hierba, oprimiendo con ambas manos el agitado pecho. Roger se detuvo. Á los pocos momentos recobró la fugitiva su buen humor habitual, y sentándose, casi olvidada del peligro reciente, exclamó:
—¡La Santa Virgen me proteja! Ved cómo me he puesto de agua y lodo. De esta hecha me encierra mi madre por una semana en mi cámara, haciéndome bordar mañana y tarde la famosa tapicería de los Siete Pares de Francia. Ya me amenazó con ello el otro día, cuando me caí en el estanque del parque. Y eso porque sabe que no puedo sufrir la tapicería y que mi gusto es correr por los campos y el bosque á pie ó á caballo.
Roger la contemplaba embelesado, admirando sus negros cabellos, el perfecto óvalo de su rostro, los alegres y hermosos ojos y la franca sonrisa que le dirigía y que demostraba su confianza en él. Por ella recordó Roger el peligro que los amenazaba.
—Haced un esfuerzo, dijo, y continuemos alejándonos. Todavía puede alcanzarnos y tiemblo, no por mí, sino por vos.
—Ha pasado el peligro, contestó ella. No sólo estamos fuera de sus tierras, sino que habiéndolo despistado tomando el arroyo, le es casi imposible hallarnos en este inmenso bosque. Pero decidme; habiéndole tenido á vuestra merced ¿por qué no lo matasteis?
—¿Matar á mi hermano?
—¿Y por qué no? dijo la resuelta doncella con expresión de cólera que dió nuevo encanto á su lindo rostro. Él os hubiera dado muerte sin vacilar. ¡Qué infame! De haber yo tenido en la mano el garrote ése, el vil Hugo de Clinton se hubiera acordado de mí.
—Demasiado siento lo que he hecho, dijo Roger sentándose junto á ella y ocultando el rostro entre las manos. ¡Dios me asista! En aquel momento perdí la serenidad, me olvidé de todo, y si tarda un momento más en soltaros... ¡Á mi único hermano, al hombre en cuya casa pensaba vivir y cuyo cariño ansiaba conquistarme! ¡Cuán débil he sido!
—¿Débil? repuso ella. No creo que mi mismo padre os creyese tal, y eso que es severo cual ninguno en juzgar el valor y la entereza de los hombres. Pero ¿sabéis que no es nada lisonjero para mí el oiros lamentar lo que habéis hecho? Pensándolo bien, reconozco que una mujer, una extraña para vos, no debe separar á dos hermanos; y si queréis, volvamos pie atrás y haced las paces con Hugo entregándole á vuestra prisionera. Yo sabré deshacerme de él.
—Muy miserable y cobarde sería el hombre que tal hiciese. Lamento, sí, que vuestro agresor haya sido mi propio hermano, ¿pero entregaros? ¡Eso nunca!
—Bien está, dijo la doncella sonriéndose, y comprendo lo que os pasa. La verdad es que os presentasteis tan repentinamente como lo hacen los juglares en sus comedias; fuisteis el valiente campeón que salva á la afligida dama en los momentos en que va á devorarla el horrible dragón. Pero venid, dijo incorporándose, llamando al halcón y arreglando como pudo sus mojadas ropas. Salgamos al claro y es muy probable que encontremos á mi paje Rubín con Trovador, mi palafrén, á cuya caída debo yo todos mis percances de este día y el haberme visto en manos del ogro de Munster. Pero hacedme la merced de darme el brazo; estoy más cansada de lo que creía y casi tan asustada como mi pobre halconcillo. Mirad cómo tiembla. Él también está indignado de ver á su ama tan maltratada.
Roger oía con delicia la charla de la joven y la sostenía con su brazo todo lo posible, apartando las ramas y buscando en vano un sendero practicable.
—Callado estáis, señor campeón, le dijo al fin su alegre compañera. ¿No queréis saber quién soy ni oir mi historia?
—Si á vos os place contármela....
—Oh, si tan poco os interesa, lo mejor será guardármela....
—No, por favor, dijo él vivamente. Contad, que me desvivo por saber algo de vos.
—Pues bien, sabréis la historia, pero no el nombre. Algo he de otorgar al hombre que ha hecho de su hermano un enemigo, por culpa mía. Después de todo, Hugo dijo que venís derechamente del convento, de suerte que será esto á manera de confesión, como si fuerais un reverendo de barba blanca ¿eh? Sabed, pues, que vuestro pariente ha pretendido mi mano, no tanto, á lo que imagino, por prendas que no tengo, sino por los caudales que le aportaría su matrimonio con la hija única de... mi padre, porque ya os he dicho que no sabréis quién soy. No es mi padre excesivamente rico, pero sí hombre de alta alcurnia, valiente caballero, en verdad, guerrero famoso, á quien las pretensiones de ese hombre grosero y bellaco.... ¡Perdonad! Olvidé que lleváis el mismo nombre.
—No importa; continuad, os lo suplico.
—De un mismo manantial suelen proceder arroyos muy distintos; turbio uno, claro y cristalino el otro, dijo ella prontamente. Abreviando, os diré que ni mi padre ni yo podíamos tolerar tales pretensiones, y que ese hombre violento y vengativo ha sido desde entonces nuestro enemigo. Temeroso mi padre del daño que pudiera causarme, me tiene prohibido cazar en toda la parte del bosque situada al norte del camino de Munster; pero esta mañana mi valiente halcón dió caza á una garza enorme y mi paje Rubín y yo olvidamos por completo el camino que seguíamos y la distancia recorrida, sin pensar más que en las peripecias de la caza. Trovador tropezó, por desgracia, lanzándome con violencia al suelo, y echando á perder mi falda, la segunda que llevo desgarrada y manchada esta semana, para mayor indignación de mi madre y dolor de Águeda, mi buena aya....
—¿Y después? preguntó ansiosamente Roger.
—Entre el tropezón, mi caída, el grito que dí y las voces de Rubín, se asustó el caballo de tal manera que salió á escape, perseguido por el paje. Antes de que pudiera levantarme ví á mi lado al desairado pretendiente, quien me anunció que estaba en sus tierras y me ofreció cortésmente acompañarme hasta su casa, donde podría esperar con comodidad el regreso del paje. No me atreví á rehusar, pero muy pronto conocí por sus miradas y palabras que había hecho mal; quise tomar por el puente, me lo impidió descaradamente y después ¡Jesús me valga! no puedo pensar en sus soeces insultos sin estremecerme. ¡Cuánto os debo! Y cuando recuerdo que yo.... ¡Qué asco!
—¿Qué es ello? preguntó Roger admirado.
—Cuando recuerdo que mordí su mano, que posé mis labios sobre la carne del malvado, me parece haber sufrido el contacto asqueroso de una serpiente. Pero vos ¡cuán animoso y enérgico ante tan temible enemigo! Si yo fuera hombre me enorgullecería de actos como ese.
—Poca cosa cuando tan grande es el placer de serviros, contestó Roger, vivamente complacido al oir aquel elogio de tales labios. ¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer ahora?
—¿Véis á lo lejos, allá abajo, aquel enorme tronco, junto al rosal silvestre? Pues ó mucho me engaño ó no tardará en llegar á él Rubín con los caballos, por ser ese el lugar donde me detengo á descansar en casi todas mis excursiones por estos rumbos. Después, á casa sin tardanza. Un galope de dos leguas secará completamente pies y ropas.
—Pero ¿qué hará vuestro padre?
—No le diré una palabra de lo ocurrido. Si le conocierais sabríais que no es posible desobedecerle sin atenerse á terribles consecuencias, y yo le he desobedecido. Él me vengaría, es cierto, pero no es en él en quien buscaré vengador. Día llegará, en justa ó torneo, en que un hidalgo quiera llevar mis colores al palenque y yo le diré que hay una afrenta pendiente, que su competidor está elegido y que es Hugo de Clinton. Ofensa lavada y un corazón villano de menos en el mundo.... ¿Qué os parece mi plan?
—Indigno de vos. ¿Cómo podéis hablar de venganza y muerte, vos, tan joven y cándida, en cuyos labios sólo deberían oirse palabras de bondad y perdón? ¡Mundo cruel, que á cada paso me hace recordar el retiro y la paz de mi celda! Cuando así habláis me parecéis un ángel del Señor aconsejando seguir al espíritu del mal.
—Gracias mil por el favor, señor hidalgo, repuso ella soltando su brazo y mirándole severamente. ¿Es decir que no solo sentís haberme encontrado en vuestro camino sino que me llamáis en suma diablo predicador? Cuidado que mi padre es violento cuando se irrita, pero ni aun él me ha dicho jamás cosa semejante. Tomad ese camino de la izquierda, señor de Clinton, que yo no soy buena compañía para vos. Y haciéndole una seca cortesía se alejó rápidamente.
Sorprendido quedó el doncel y lamentando su inexperiencia que por dos veces le había hecho decir á la bella cosa muy distinta de lo que ansiaba expresar. Miróla tristemente, esperando en vano que se detuviera ó que con una mirada le anunciase su perdón; pero ella siguió bajando á buen paso el pendiente sendero, hasta que sólo se divisó á trechos entre las ramas su roja toquilla. Lanzando un profundo suspiro, tomó Roger la senda que ella le indicara y anduvo buen espacio con el corazón oprimido, repasando en la memoria todos los incidentes de aquel inolvidable encuentro. De pronto oyó á su espalda ligero paso y volviéndose vivamente se halló cara á cara con la hermosa, inclinada la frente, fijos en el suelo los ojos y convertida en imagen del más humilde arrepentimiento.
—No volveré á ofenderos, ni siquiera á hablar, dijo la joven, pero quisiera continuar en vuestra compañía hasta salir del bosque.
—¡Vos no podéis ofenderme! exclamó Roger alborozado al verla. Lejos de eso, yo soy quien debí refrenar la lengua. Pero tened en cuenta, para perdonarme, que he pasado mi vida entre hombres y mal puedo saber cómo hablar á una mujer de suerte que ni aun ligeramente lleguen á disgustarla mis palabras.
—Así me gusta. Y ahora, completad vuestra retractación; decid que tenía yo razón al querer vengarme de mi ofensor.
—¡Ah, eso no! contestó él gravemente.
—¿Lo véis? exclamó triunfante y sonriendo la joven. ¿Quién es aquí el corazón duro é inflexible, el predicador severo, el que se empeña en que continuemos reñidos? Pues bien, cederé yo, porque lo que es vos habéis de seguir haciendo méritos hasta obtener, como os lo deseo, la mitra de obispo ó el capelo cardenalicio. Oidme; por vos perdono á vuestro hermano y tomo sobre mí toda la culpa de lo ocurrido, ya que yo misma fuí en busca del peligro. ¿Estáis contento?
—¡Cuán dignas de vos son esas palabras! En ellas hallaréis sin duda más placer que en vuestras primeras ideas de venganza.
Movió ella la cabeza en señal de duda y al mirar á lo lejos lanzó una ligera exclamación que revelaba más sorpresa que placer.
—¡Ah! dijo. Allí está Rubín con los caballos.
También los había visto el pajecillo, cuyos rubios y largos cabellos rizados rodeaban el gracioso rostro. Cabalgaba alegremente, llevando de la brida el blanco palafrén causa involuntaria de las aventuras de su dueña.
—¡Os he buscado en vano por todas partes, mi señora Doña Constanza! gritó agitando en el aire la emplumada gorra. Trovador no se detuvo hasta El Castañar, añadió echando pie á tierra y teniendo el estribo á su ama; y aun así, trabajo me costó cogerlo. ¿Os ha sucedido algo desagradable? Estaréis cansada ¿verdad?
—Nada me ha sucedido, Rubín, gracias á la cortesía de este doncel, dijo, mientras el paje miraba atentamente á Roger. Y ahora, señor de Clinton, continuó, tomando la rienda y montando ligeramente, no quiero separarme de vos sin deciros que os habéis conducido hoy como honrado caballero y sin daros las gracias. Sois joven y no os creo rico; quizás mi padre pueda serviros en vuestra carrera futura, cualquiera que sea. Es respetado de todos y tiene amigos poderosos. ¿No me diréis cuáles son vuestros proyectos, ahora que no podéis contar con vuestro hermano?
—¿Proyectos? Ninguno; no puedo tenerlos. Sólo dos amigos cuento fuera de la abadía de Belmonte y de ellos me separé esta mañana. Quizás pueda reunirme con ellos en Salisbury.
—¿Y qué han ido á hacer allí?
—Uno de ellos, bravo soldado, lleva importante mensaje al castillo de Monteagudo para el barón León de Morel....
Una alegre carcajada de la hermosa hizo enmudecer al sorprendido joven, que momentos después se vió solo en medio del camino, contemplando la nube de polvo que levantaban los caballos. Llegados á una pequeña eminencia, detuvo la dama su corcel y le envió amistosa señal de despedida. Allí permaneció Roger inmóvil hasta que perdió de vista á su linda compañera. Después tomó lentamente el camino del pueblo, con ideas y sentimientos muy distintos de los del inexperto mancebo, casi un niño, que pocas horas antes había dejado aquel mismo camino por el atajo del bosque.